Era ya la hora en que se enternece el corazón de los navegantes, y renace su deseo de abrazar a los caros amigos, de quienes el mismo día se han despedido, y en que el novel viajero se compunge de amor, si oye a lo lejos alguna campana, que parezca plañir al moribundo día; cuando dejé de oír, y comencé a mirar a una de aquellas almas, que, puesta en pie, hacía señas con la mano en ademán de que las otras la escuchasen. Unió y levantó ambas palmas, dirigiendo sus ojos hacia Oriente, como si dijese a Dios: Sólo en ti pienso; y salió de su boca tan devotamente y con tan dulces notas el Te lucis ante, que el placer me hizo salir fuera de mí. Aguza bien aquí la vista, ¡oh lector!, para descubrir la verdad; porque el velo es ahora tan sutil, que te será en efecto sumamente fácil atravesarlo.
Vi luego a aquel ejército gentil, pálido y humilde, que en silencio contempla el cielo, como esperando algo; y vi salir de las alturas y descender el valle dos ángeles con dos espadas flamígeras, truncadas y privadas de sus puntas. Verdes como las tiernas hojas que acaban de brotar eran sus vestiduras, y agitadas por las plumas de sus alas, verdes también, flotaban por detrás a merced del viento. El uno se posó algo más arriba de donde estábamos; el otro descendió hacia el lado opuesto; de suerte que las almas quedaron entre ellos. Se distinguía perfectamente su blonda cabellera; pero al querer mirar sus facciones, se ofuscaba la vista, como se ofusca toda facultad, por la excesiva fuerza de las impresiones.
— Ambos vienen del seno de María —dijo Sordello— para guardar el valle contra la serpiente, que acudirá a él en breve.
Y yo, que no sabía por qué sitio había de venir, miré en torno mío, y helado de terror, me arrimé cuanto pude a las fieles espaldas. Sordello continuó:
— Ahora descendamos hacia donde están esas grandes sombras, y hablaremos con ellas; les será muy grato veros.
Sólo había descendido tres pasos, según creo, cuando ya me encontré abajo, y vi uno que me miraba como si hubiera querido conocerme. El aire iba ya oscureciéndose, pero no tanto que entre sus ojos y los míos no permitiese ver lo que antes por la distancia se ocultaba. Vino hacia mí, y yo me adelanté hacia él. ¡Noble juez! ¡Oh, Nino! ¡Con cuánto placer vi que no estabas entre los condenados! No hubo amistoso saludo que no nos dirigiésemos; después me preguntó:
— ¿Cuánto tiempo hace que has llegado al pie de este monte a través de las lejanas aguas?
— ¡Ah! —le dije—; esta mañana he llegado pasando por tristes lugares, y estoy aún en la primera vida; aunque al hacer este viaje, voy preparándome para la otra.
Apenas oyeron mi respuesta, cuando Sordello y él retrocedieron como hombres poseídos de un repentino espanto. El primero se volvió hacia Virgilio, y el otro hacia uno que estaba sentado, gritando:
— Ven, Conrado, ven a ver lo que Dios por su gracia permite.
Después, dirigiéndose a mí, exclamó:
— Por la singular gratitud que debes a Aquél que oculta de tal modo su primitivo origen, que no es posible penetrarlo, cuando estés más allá de las anchurosas aguas, di a mi Juana, que pida por mí allí donde se oyen los ruegos de los inocentes. No creo que su madre me ame ya, pues ha dejado las blancas tocas, que la desventurada echará de menos algún día. Por ella se comprende fácilmente cuánto dura en una mujer el fuego del amor, si la vista o el íntimo trato no lo alimenta. La víbora que campea en las armas del Milanés no le proporcionará tan hermosa sepultura como se la hubiera dado el gallo de Gallura.
Así decía, y en todo su aspecto se veía impreso el sello de aquel recto celo que arde con mesura en el corazón. Entretanto, mis ojos se dirigían ávidos hacia la parte del cielo donde es más lento el curso de las estrellas, como sucede en los puntos de una rueda más próximos al eje. Mi Guía me preguntó:
— Hijo mío, ¿qué miras allá arriba?
Y yo le contesté:
— Aquellas tres antorchas, en cuya luz arde todo el polo hacia esta parte.
Y él repuso:
— Las cuatro estrellas brillantes que viste esta mañana, han descendido por aquel lado, y éstas han subido donde estaban aquéllas.
Mientras él hablaba, Sordello se le acercó, diciendo: He ahí a nuestro adversario, y extendió el dedo para que mirásemos hacia el sitio que indicaba. En la parte donde queda indefenso el pequeño valle, había una serpiente, que quizá era la que dio a Eva el amargo manjar. Se adelantaba el maligno reptil por entre la hierba y las flores, volviendo de vez en cuando la cabeza, y lamiéndose el lomo como un animal que se alisa la piel. No puedo decir cómo se movieron los azores celestiales, pues no me fue posible distinguirlo; pero sí vi a entrambos en movimiento. Sintiendo que sus verdes alas hendían el aire, huyó la serpiente, y los ángeles se volvieron a su puesto con vuelo igual. La sombra que se acercó al juez, cuando éste la llamó, no dejó un momento de mirarme durante todo aquel asalto.
— Que la antorcha que te conduce hacia arriba encuentre en tu voluntad tanta cera cuanta se necesita para llegar al sumo esmalte —empezó a decir—; si sabes alguna noticia positiva del Val di Magra o de su tierra circunvecina, dímela, pues yo era señor en aquel país; fui llamado Conrado Malaspina, no el antiguo, sino descendiente suyo, y tuve para con los míos un amor que aquí se purifica.
— ¡Oh! —le contesté—; no estuve nunca en vuestro país, pero, ¿a qué parte de Europa no habrá llegado su fama? La gloria que honra vuestra casa da tal renombre a sus señores y a la comarca entera, que tiene noticia de ella aun aquel que no la ha visitado. Y os juro, así pueda llegar a lo alto de este monte, que vuestra honrosa estirpe no pierde la prez que le han conquistado su bolsa y su espada. Sus buenas costumbres y excelente carácter la colocan en tan privilegiado puesto, que aunque el perverso jefe aparte al mundo del verdadero camino ella va por el recto sendero despreciando el torcido.
Él replicó:
— Ve, pues, que antes de que el Sol entre siete veces en el espacio que Aries con sus cuatro patas cubre y abarca, esa opinión cortés te será clavada en medio de la cabeza con clavos mayores que lo pueden ser las palabras de otro, si no se cambia el curso de lo dispuesto por la Providencia.