Interrumpió mi profundo sueño un trueno tan fuerte, que me estremecí como hombre a quien se despierta a la fuerza: me levanté, y dirigiendo una mirada en derredor mío, fijé la vista para reconocer el lugar donde me hallaba. Vime junto al borde del triste valle, abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes, semejantes a truenos. El abismo era tan profundo, oscuro y nebuloso, que en vano fijaba mis ojos en su fondo, pues no distinguía cosa alguna.
— Ahora descendamos allá abajo, al tenebroso mundo —me dijo el poeta muy pálido—; yo iré el primero; tú el segundo.
Yo, que había advertido su palidez, le respondí:
— ¿Cómo he de ir yo, si tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?
Y él repuso:
— La angustia de los desgraciados que están ahí bajo, refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.
Y sin decir más, penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo. Allí, según pude advertir, no se oían quejas, sino sólo suspiros, que hacían temblar la eterna bóveda, y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo:
— ¿No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir adelante, que éstos no pecaron; y si contrajeron en su vida algunos méritos, no es bastante, pues no recibieron el agua del bautismo, que es la puerta de la Fe que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron a Dios como debían: yo también soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa, estamos condenados, consistiendo nuestra pena en vivir con el deseo sin esperanza.
Un gran dolor afligió mi corazón cuando oí esto, porque conocí personas de mucho valor que estaban suspensas en el Limbo.
— Dime, Maestro y señor mío —le pregunté para afirmarme más en esta Fe que triunfa de todo error—, ¿alguna de esas almas ha podido, bien por sus méritos o por los de otros, salir del Limbo y alcanzar la bienaventuranza?
Y él, que comprendió mis palabras encubiertas y oscuras, repuso:
— Yo era recién llegado a este sitio, cuando vi venir a un Ser poderoso, coronado con la señal de la victoria. Hizo salir de aquí el alma del primer padre, y la de Abel su hijo, y la de Noé; la del legislador Moisés, tan obediente; la del patriarca Abraham, y la del rey David; a Israel, con su padre y con sus hijos, y a Raquel por quien aquél hizo tantos, y a otros muchos, a quienes otorgó la bienaventuranza; pues debes saber que, antes de ellos, no se salvaban las almas humanas.
Mientras así hablaba no dejábamos de andar, pero seguíamos atravesando siempre la selva, esto es, la selva que formaban los espíritus apiñados. Aun no estábamos muy lejos de la entrada del abismo, cuando vi un resplandor que triunfaba del hemisferio de las tinieblas: nos encontrábamos todavía a bastante distancia, pero no a tanta que no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas.
— Oh tú, que honras toda ciencia y todo arte, ¿quiénes son ésos, cuyo valimiento debe ser tanto, que así están separados de los demás?
Y él a mí:
— La hermosa fama que aún se conserva de ellos en el mundo que habitas, les hace acreedores a esta gracia del cielo, que de tal suerte los distingue.
Entonces oí una voz que decía: ¡Honrad al sublime poeta; regresa su sombra, que se había separado de nosotros! Cuando calló la voz, vi venir a nuestro encuentro cuatro grandes sombras, cuyo rostro no manifestaba tristeza ni alegría. El buen maestro empezó a decirme:
— Mira aquel que tiene una espada en la mano, y viene a la cabeza de los tres como su señor. Ese es Homero, poeta soberano; el otro es el satírico Horacio, Ovidio es el tercero y el último Lucano. Cada cual merece, como yo, el nombre que antes pronunciaron unánimes; me honran y hacen bien.
De este modo vi reunida la hermosa escuela de aquel príncipe del sublime cántico, que vuela como el águila sobre todos los demás.
Después de haber estado conversando entre sí un rato, se volvieron hacia mí dirigiéndome un amistoso saludo, que hizo sonreír a mi Maestro; y me honraron aún más, puesto que me admitieron en su compañía, de suerte que fui el sexto entre aquellos grandes genios. Así seguimos hasta donde estaba la luz, hablando de cosas que es bueno callar, como bueno era hablar de ellas en el sitio en que nos encontrábamos.
Llegamos al pie de un noble castillo, rodeado siete veces de altas murallas, y defendido alrededor por un bello riachuelo. Pasamos sobre éste como sobre tierra firme; y atravesando siete puertas con aquellos sabios, llegamos a un prado de fresca verdura. Allí había personajes de mirada tranquila y grave, cuyo semblante revelaba una grande autoridad: hablaban poco y con voz suave.
Nos retiramos luego hacia un extremo de la pradera; a un sitio despejado, alto y luminoso, desde donde podían verse todas aquellas almas. Allí, en pie sobre el verde esmalte, me fueron señalados los grandes espíritus, cuya contemplación me hizo estremecer de alegría. Allí vi a Electra con muchos de sus compañeros, entre los que conocí a Héctor y a Eneas; después a César, armado, con sus ojos de ave de rapiña. Vi en otra parte a Camila y a Pentesilea, y vi al Rey Latino, que estaba sentado al lado de su hija Lavinia; vi a aquel Bruto, que arrojó a Tarquino de Roma; a Lucrecia también, a Julia, a Marcia y a Comelia, y a Saladino, que estaba solo y separado de los demás. Habiendo levantado después la vista, vi al maestro de los que saben, sentado entre su filosófica familia. Todos le admiran, todos lo honran: vi además a Sócrates y Platón, que estaban más próximos a aquél que los demás; a Demócrito, que pretende que el mundo ha tenido por origen la casualidad; a Diógenes, a Anaxágoras y a Tales, a Empédocles, a Heráclito y a Zenón, vi al buen observador de la cualidad, es decir, a Dioscórides, y vi a Orfeo, a Tulio y a Lino, y al moralista Séneca; al geómetra Euclides, a Tolomeo, Hipócrates, Avicena y Galeno, y a Averroes, que hizo el gran comentario. No me es posible mencionarlos a todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y muchas veces las palabras son breves para el asunto. Bien pronto la compañía de seis queda reducida a dos: mi sabio guía me conduce por otro camino fuera de aquella inmovilidad hacia una aura temblorosa, y llego a un punto privado totalmente de luz.
Llegamos al pie de un noble castillo, rodeado siete veces de altas murallas, y defendido alrededor por un bello riachuelo. Pasamos sobre éste como sobre tierra firme; y atravesando siete puertas con aquellos sabios, llegamos a un prado de fresca verdura. Allí había personajes de mirada tranquila y grave, cuyo semblante revelaba una grande autoridad: hablaban poco y con voz suave.
Nos retiramos luego hacia un extremo de la pradera; a un sitio despejado, alto y luminoso, desde donde podían verse todas aquellas almas. Allí, en pie sobre el verde esmalte, me fueron señalados los grandes espíritus, cuya contemplación me hizo estremecer de alegría. Allí vi a Electra con muchos de sus compañeros, entre los que conocí a Héctor y a Eneas; después a César, armado, con sus ojos de ave de rapiña. Vi en otra parte a Camila y a Pentesilea, y vi al Rey Latino, que estaba sentado al lado de su hija Lavinia; vi a aquel Bruto, que arrojó a Tarquino de Roma; a Lucrecia también, a Julia, a Marcia y a Comelia, y a Saladino, que estaba solo y separado de los demás. Habiendo levantado después la vista, vi al maestro de los que saben, sentado entre su filosófica familia. Todos le admiran, todos lo honran: vi además a Sócrates y Platón, que estaban más próximos a aquél que los demás; a Demócrito, que pretende que el mundo ha tenido por origen la casualidad; a Diógenes, a Anaxágoras y a Tales, a Empédocles, a Heráclito y a Zenón, vi al buen observador de la cualidad, es decir, a Dioscórides, y vi a Orfeo, a Tulio y a Lino, y al moralista Séneca; al geómetra Euclides, a Tolomeo, Hipócrates, Avicena y Galeno, y a Averroes, que hizo el gran comentario. No me es posible mencionarlos a todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y muchas veces las palabras son breves para el asunto. Bien pronto la compañía de seis queda reducida a dos: mi sabio guía me conduce por otro camino fuera de aquella inmovilidad hacia una aura temblorosa, y llego a un punto privado totalmente de luz.