El bosque estéril. El nido de las arpías. Los árboles doloridos. Segunda zona de los violentos contra sí mismos y su castigo. Diálogo con Pietro della Vigna. Dos almas perseguidas por perros hambrientos. Castigo de los suicidas y de los destructores de bienes. Estado futuro y tormento perpetuo de los suicidas después del juicio final.
No había llegado aún Neso a la otra parte, cuando penetramos en un bosque, que no estaba surcado por ningún sendero. El follaje no era verde, sino de un color oscuro; las ramas no eran rectas, sino nudosas y entrelazadas; no había frutas, sino espinas venenosas. No son tan ásperas y espesas las selvas donde moran las fieras, que aborrecen los sitios cultivados entre el Cecina y Cometo. Allí anidan las brutales Arpías, que arrojaron a los Troyanos de las Estrofades con el triste presagio de un mal futuro. Tienen alas anchas, cuellos y rostros humanos, pies con garras, y el vientre cubierto de plumas: subidas en los árboles, lanzan extraños lamentos.
Mi buen Maestro empezó a decirme:
— Antes de avanzar más, debes saber que te encuentras en el segundo recinto, por el cual continuarás hasta que llegues a los terribles arenales. Por tanto, mira con atención; y de este modo verás cosas, que darán testimonio de mis palabras.
Por todas partes oía yo gemidos, sin ver a nadie que los exhalara, por eso me detuve todo atemorizado. Creo que él creyó que yo creía que aquellas voces eran de gente que se ocultaba de nosotros entre la espesura, y así me dijo mi Maestro:
— Si rompes cualquier ramita de una de esas plantas, verás trocarse tus pensamientos.
Entonces extendí la mano hacia delante, cogí una ramita de un gran endrino, y su tronco exclamó:
— ¿Por qué me tronchas?
Inmediatamente se tiñó de sangre, y volvió a exclamar:
— ¿Por qué me desgarras? ¿No tienes ningún sentimiento de piedad? Hombres fuimos, y ahora estamos convertidos en troncos; tu mano debería haber sido más piadosa, aunque fuéramos almas de serpientes.
Cual de verde tizón que, encendido por uno de sus extremos, gotea y chilla por el otro, a causa del aire que le atraviesa, así salían de aquel tronco palabras y sangre juntamente, lo que me hizo dejar caer la rama, y detenerme como hombre acobardado.
— Alma herida —respondió mi Sabio—; si él hubiera podido creer, desde luego, que era verdad lo que ha leído en mis versos, no habría extendido su mano hacia ti; el ser una cosa tan increíble me ha obligado a aconsejarle que hiciese lo que ahora me está pesando. Pero dile quién fuiste, a fin de que, en compensación, renueve tu fama en el mundo, donde le es lícito volver.
El tronco respondió:
— Me halagas tanto con tus dulces palabras, que no puedo callar; no llevéis a mal que me entretenga un poco hablando con vosotros. Yo soy aquél que tuvo las dos llaves del corazón de Federico, manejándolas tan suavemente para cerrar y abrir, que a casi todos aparté de su confianza, habiéndome dedicado con tanta fe a aquel glorioso cargo, que perdí el sueño y la vida. La cortesana que no ha separado nunca del palacio de César sus impúdicos ojos, peste común y vicio de las cortes, inflamó contra mí todos los ánimos, y los inflamados inflamaron a su vez y de tal modo a Augusto, que mis dichosos honores se trocaron en triste duelo. Mi alma, en un arranque de indignación, creyendo librarse del oprobio por medio de la muerte, me hizo injusto contra mí mismo, siendo justo. Os juro, por las tiernas raíces de este leño, que jamás fui desleal a mi señor, tan digno de ser honrado. Y si uno de vosotros vuelve al mundo, restaure en él mi memoria, que yace aún bajo el golpe que le asestó la envidia.
El poeta esperó un momento, y después me dijo:
— Pues que calla, no pierdas el tiempo: habla y pregúntale, si quieres saber más.
Yo le contesté:
— Interrógale tú mismo lo que creas que me interese, pues yo no podría; tanto es lo que me aflige la compasión.
Por lo cual volvió él a empezar de este modo:
— A fin de que este hombre haga generosamente lo que tu súplica reclama, espíritu encarcelado, dígnate aún decirnos cómo se encierra el alma en esos nudosos troncos, y dime además, si puedes, si hay alguna que se desprenda de tales miembros.
Entonces el tronco suspiró, y aquel resoplido se convirtió en esta voz:
— Os contestaré brevemente: cuando el alma feroz sale del cuerpo de donde se ha arrancado ella misma, Minos la envía al séptimo círculo. Cae en la selva, sin que tenga designado sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna, germina cual grano de espelta. Brota primero como un retoño, y luego se convierte en planta silvestre; las Arpías, al devorar sus hojas, le causan dolor, y abren paso por donde ese dolor se exhale. Como las demás almas, iremos a recoger nuestros despojos, pero sin que ninguna de nosotras pueda revestirse con ellos, porque no sería justo volver a tener lo que uno se ha quitado voluntariamente. Los arrastraremos hasta aquí; y en este lúgubre bosque estará cada uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo endrino donde sufre tal tormento su alma.
Prestábamos aún atención a aquel tronco, creyendo que añadiría algo más, cuando fuimos sorprendidos por un rumor, a la manera del que siente venir el jabalí y los perros hacia el sitio donde está apostado, que juntamente oye el ruido de las fieras y el fragor del ramaje. Y he aquí que aparecen a nuestra izquierda dos infelices, desnudos y lacerados, huyendo tan precipitadamente, que rompían todas las ramas de la selva. El de delante: ¡Acude, acude, muerte!, decía, y el otro, que no corría tanto: Lano, tus piernas no eran tan ágiles en el combate del Toppo. Y sin duda, faltándole el aliento, hizo un grupo de sí y de un arbusto.
Detrás de ellos estaba la selva llena de perras negras, ávidas y corriendo cual lebreles a quienes quitan su cadena. Empezaron a dar terribles dentelladas a aquél que se ocultó, y después de despedazarle, se llevaron sus miembros palpitantes. Mi Guía me tomó entonces de la mano, y llevóme hacia el arbusto, que en vano se quejaba por su sangrientas heridas:
— ¡Oh, Jacobo de San Andrés! —decía—. ¿De qué te ha servido tomarme por refugio? ¿Tengo yo la culpa de tu vida criminal?
Cuando mi Maestro se detuvo delante de aquel arbusto, dijo:
— ¿Quién fuiste tú que por tantas ramas rotas exhalas con tu sangre tan quejumbrosas palabras?
A lo que contestó:
— ¡Oh, almas, que habéis venido a contemplar el lamentable estrago que me ha separado así de mis hojas!, recogedlas al pie del triste arbusto. Yo fui de la ciudad que cambió su primer patrón por San Juan Bautista, por cuya razón aquélla contristará siempre con su terrible arte; y a no ser porque en el puente del Arno se conserva todavía alguna imagen suya, fuera en vano todo el trabajo de aquellos ciudadanos que la reedificaron sobre las cenizas que de ella dejó Atila. Yo de mi casa hice mi propia horca.