martes, 13 de junio de 2017

Infierno: Canto XXIII

Los dos poetas continúan solitarios su marcha. Dante y Virgilio discurren sobre las consecuencias de la gresca entre los diablos y el corrupto. Los demonios furiosos persiguen vanamente a los dos poetas, por estarles vedado salir de su cerco infernal. Bajada a la sexta fosa o valle. Castigo de los hipócritas, que van cubiertos con pesados mantos de plomo, dorados al exterior. Coloquio con dos boloñeses de la orden de los gaudentes. Los fariseos, perseguidores de Cristo, yacen sobre el camino extendido en cruz, hollados por los otros condenados de este valle en su lenta y continua marcha. Uno de los condenados les indica el modo de salir de la fosa, diciéndoles que han ido engañados por los demonios en el camino que llevan.


Solos, en silencio y sin escolta, íbamos uno tras otro, como acostumbran ir los frailes menores. La riña que acabábamos de presenciar me trajo a la memoria la fábula de Esopo, en que habló de la rana y del topo; pues las partículas mo e issa no son tan semejantes como estos dos hechos, si atentamente se consideran el principio y el fin de entrambos. Y como un pensamiento procede rápidamente de otro, de éste nació uno nuevo, que redobló mi primitivo espanto. Yo pensaba así: Esos demonios han sido engañados por nuestra causa, y con tanto daño y escarnio, que les creo muy ofendidos. Si a la malevolencia se añade la ira, nos van a perseguir con más crueldad que el perro que sujeta a la liebre por el cuello. Ya sentía que se erizaban mis cabellos a causa del temor, y miraba hacia atrás atentamente, por lo que dije:

— Maestro, si no nos ocultas a los dos prontamente, temo a los demonios que vienen detrás de nosotros; y tan así me lo imagino, que ya me parece que los oigo.

A lo que él contestó:

— Si yo fuera un espejo, no verías en mí tu imagen tan pronto como veo en tu interior. En este momento se cruzaban tus pensamientos con los míos bajo la misma faz y aspecto, de suerte que he deducido de ambos un solo consejo. Si es cierto que la cuesta que hay a nuestra derecha está tan inclinada, que nos permita bajar a la sexta fosa, huiremos de la caza que imaginamos.

Apenas había concluido de decirme su parecer, cuando vi venir a los demonios con las alas extendidas y muy cerca de nosotros, queriendo cogernos. Mi Guía me agarró súbitamente, como una madre que despertada por el ruido y viendo brillar las llamas cerca de ella, coge a su hijo y huye, y teniendo más cuidado de él que de sí misma, no se detiene ni aun a ponerse una camisa. Desde lo alto de la calzada, se deslizó de espaldas por la pendiente roca, uno de cuyos lados divide la quinta de la sexta fosa. Jamás corrió tan rápida el agua por la canal de un molino, cuando más se acerca a las paletas de la rueda, como descendió por aquel declive mi Maestro, llevándome sobre su pecho, cual si fuese hijo suyo y no su compañero. Apenas tocaron sus pies al suelo del profundo abismo, cuando los demonios aparecieron en la roca sobre nuestras cabezas; pero ya no nos inspiraban temor; porque la alta Providencia que los había designado para ministros de la quinta fosa, les quitó la facultad de separarse de allí.

Abajo encontramos unas gentes pintadas, que giraban en torno con bastante lentitud, llorosas y con los semblantes fatigados y abatidos. Llevaban capas con capuchas echadas sobre los ojos, por el estilo de las que llevan los monjes de Colonia. Aquellas capas eran doradas por de fuera, de modo que deslumbraban, pero por dentro eran todas de plomo, y tan pesadas, que las de Federico a su lado parecían de paja. ¡Oh manto fatigoso por toda la eternidad!

Nos volvimos aún hacia la izquierda, y anduvimos con aquellas almas, escuchando sus tristes lamentos. Pero las sombras, rendidas por el peso, caminaban tan despacio, que a cada paso que dábamos cambiábamos de compañero. Yo dije a mi Guía:

— Procura encontrar a alguno que sea conocido por su nombre o por sus hechos; y mira al efecto en derredor tuyo mientras andas.

Y uno de ellos, que entendió el idioma toscano, exclamó detrás de nosotros:

— Detened vuestros pasos, vosotros que tanto corréis a través del aire sombrío; quizá podrás obtener de mí lo que solicitas.

En seguida mi Guía se volvió y me dijo:

— Espera, y modera tu paso hasta igualar al suyo.

Me detuve, y vi dos de aquéllos, que en sus miradas demostraban gran deseo de estar conmigo, pero su carga y lo estrecho del camino les hacían tardar. Cuando se me hubieron reunido, me miraron con torvos ojos y sin hablarme: después se volvieron uno a otros diciéndose: Ese parece vivo, a juzgar por el movimiento de su garganta, pero si están muertos, ¿por qué privilegio no llevan nuestra pesada capa? Después me dijeron:

— ¡Oh toscano que has venido a la mansión de los tristes hipócritas!, dígnate decimos quién eres.

Les contesté:

— Nací y crecí junto a la orilla del hermoso Arno, en la gran ciudad, Y conservo el cuerpo que he tenido siempre. Pero vosotros, a quienes, según veo, cae doloroso llanto gota a gota por las mejillas, ¿quiénes sois, y qué pena padecéis que tanto se hace ver?

Uno de ellos me respondió:

— ¡Ay de mí! Estas doradas capas son de plomo, y tan gruesas, que su peso nos hace gemir como cargadas balanzas. Fuimos hermanos Gozosos y boloñeses. Yo me llamé Catalano y éste Loderingo. Tu ciudad nos nombró magistrados, como suele elegirse a un hombre neutral para conservar la paz; y la conservamos tan bien como puede verse aún cerca del Gardingo.

Yo repuse:

— ¡Oh hermanos! Vuestros males ...

Pero no pude continuar, porque vi en el suelo a uno crucificado en tres palos. En cuanto me vio, se retorció, haciendo agitar su barba con la fuerza de los suspiros; y el hermano Catalano, que lo advirtió, me dijo:

— Ese que estás mirando crucificado aconsejó a los fariseos que era necesario hacer sufrir a un hombre el martirio por el pueblo. Está atravesado y desnudo sobre el camino, como ves; y es preciso que sienta lo que pesa cada uno de los que pasan. Su suegro está condenado a igual suplicio en esta fosa, así como los demás del Consejo que fue para los judíos origen de tantas desgracias.

Entonces vi a Virgilio que contemplaba con asombro a aquel que estaba tan vilmente crucificado en el eterno destierro. Luego se dirigió al fraile en estos términos:

— ¿Queríais decirnos si hacia la derecha hay alguna abertura por donde podamos salir los dos, sin obligar a los ángeles negros a que nos saquen de este abismo?

Aquel respondió:

— Más cerca de aquí de lo que esperas, se levanta una peña que parte del gran círculo y atraviesa todas las terribles fosas, pero está cortada en ésta y no continúa sobre ella. Podréis subir por las ruinas que existen en el declive de su falda y cubren el fondo.

Mi Guía permaneció un momento con la cabeza inclinada, y después dijo:

— ¡Cómo nos ha engañado aquel que ensarta con su garfio a los pecadores!

Y el fraile repuso:

— He oído referir en Bolonia los numerosos vicios del demonio, entre los cuales no era el menor el de ser falso y padre de la mentira.

Entonces mi Guía se alejó precipitadamente con el rostro inmutado por la cólera; y en consecuencia, me alejé también de aquellas almas que soportaban tanto peso, y seguí las huellas de los pies queridos.