Los males y sufrimientos en la tierra y en el infierno. Continuación del último valle del octavo círculo. Otros falsificadores por trasmutación de la propia persona. Presa de una demencia furiosa. Mirra. Juan Esquico. Un falsificador de moneda. Adán de Brescia. Los falsificadores de la palabra. Disputa entre el hidrópico Adán de Brescia y el griego Sinón, devorado por la fiebre. Diálogo entre los dos poetas en que Virgilio reprocha a Dante entretenerse en atender palabras soeces.
En aquel tiempo en que Juno, por causa de Semele, estaba irritada contra la sangre tebana, como lo demostró más de una vez, Atamas se volvió tan insensato que, al ver acercarse a su mujer, llevando de la mano a sus dos hijos, exclamó: Tendamos las redes de modo que yo coja a su paso la leona con sus cachorros, y extendiendo después las desapiadadas manos, agarró a uno de ellos, que se llamaba Learco, le hizo dar vueltas en el aire y lo estrelló contra una roca: la madre se ahogó con el hijo restante. Cuando la fortuna abatió la grandeza de los troyanos, que a todo se atrevían, hasta que el reino fue destruido juntamente con el rey, la triste Hécuba, miserable y cautiva, después de haber visto a Polixena muerta, y el cuerpo de su Polidoro tendido en la orilla del mar quedó con el corazón tan desgarrado, que, fuera de sí, empezó a ladrar como un perro; de tal modo la había trastornado el dolor. Pero ni los tebanos ni los troyanos furiosos demostraron tanta crueldad, no ya en torturar cuerpos humanos, sino ni siquiera animales, como la que vi en dos sombras desnudas y pálidas, que corrían mordiéndose, como el cerdo cuando se escapa de su pocilga. Una de ellas alcanzó a Capocchio, y se le afianzó a la nuca de tal modo, que tirando de él, le hizo arañar con su vientre el duro suelo. El aretino, que quedó temblando, me dijo:
— Ese loco es Gianni Schicchi, que va rabioso maltratando a los demás.
— ¡Oh! —le dije yo—: no temas decirme quién es la otra sombra que va con él, antes que desaparezca, y ojalá no venga a hincarte los dientes en el cuerpo.
Me contestó:
— Es el alma antigua de la perversa Mirra, que fue amante de su Padre contra las leyes del amor honesto; para cometer tal pecado se disfrazó bajo la forma de otra; como aquel que ya se va tuvo empeño en fingirse Buoso Donati, a fin de ganar la Donna della Torma testando en su lugar, y dictando las cláusulas del testamento.
Cuando hubieron pasado aquellas dos almas furiosas, sobre las cuales había tenido fija mi vista, me volví para mirar las sombras de los otros mal nacidos. Vi uno, que pareciera un laúd, si hubiese tenido el cuerpo cortado en el sitio donde el hombre se bifurca. La pesada hidropesía, que, a causa de los humores convertidos en maligna sustancia, hace los miembros tan desproporcionados, que el rostro no corresponde al vientre, le obligaba a tener la boca abierta, apareciéndose al hético que, cuando está sediento, dirige uno de sus labios hacia la barba y otro hacia la nariz.
— ¡Oh vosotros, que no sufrís pena alguna (y no sé por qué) en este mundo miserable! —nos dijo—: mirad y estad atentos al infortunio de maese Adam; yo tuve en abundancia, mientras viví, todo cuanto deseé; y ahora, ¡ay de mí!, sólo deseo una gota de agua. Los arroyuelos que desde las verdes colinas del Casentino descienden hasta el Arno, trazando frescos y apacibles cauces, continuamente están ante mi vista, y no en vano; pues su imagen me reseca más que el mal que descarna mi rostro. La rígida justicia que me castiga se sirve del mismo lugar donde he pecado para hacerme exhalar más suspiros. Allí está Romena, donde falsifiqué la moneda acuñada con el busto del Bautista, por lo cual dejé en la tierra mi cuerpo quemado. Pero si yo viese aquí el alma criminal de Guido, o la de Alejandro, o la de su hermano, no cambiaría el placer de mirarlos a mi lado ni aun por la fuente Branda. Una de ellas está ya aquí dentro, si es cierto lo que dicen las coléricas sombras de los que giran por estos sitios, pero, ¿qué me importa, si tengo encadenados mis miembros? Si a lo menos fuese yo tan ágil que en cien años pudiera andar una pulgada, ya me habría internado por el sendero, buscándola entre esa gente deforme, a pesar de que la fosa tiene once millas de circunferencia y no menos de media milla de diámetro. Por su causa me veo entre estos condenados; ellos me indujeron a acuñar los florines, que bien tenían tres quilates de liga.
A mi vez le dije:
— ¿Quiénes son esos dos espíritus infelices, que despiden vaho, como en el invierno una mano mojada, y que tan unidas yacen a tu derecha?
— Aquí los encontré —respondióme—, cuando bajé a este abismo; y desde entonces, ni se han movido, ni creo que eternamente se muevan. El uno es la falsa que acusó a José; el otro es el falso Sinón, griego de Troya; por efecto de su ardiente fiebre, lanzan ese vapor fétido.
Uno de ellos, indignado quizá porque se le daba aquel nombre infame, le golpeó con el puño en su endurecido vientre, haciéndoselo resonar como un tambor. Maese Adam le dio a su vez en el rostro con su puño que no parecía menos duro, diciéndole:
— Aunque me ven privado de moverme a causa de la pesadez de algunos de mis miembros, tengo el brazo suelto para semejante tarea.
A lo que aquél replicó:
— Cuando marchabas hacia la hoguera no lo tenías tan suelto, pero lo tenías mucho más cuando acuñabas moneda.
El hidrópico repuso:
— Eres verídico en eso; mas no lo fuiste tanto cuando en Troya te incitaron a que dijeses la verdad.
— Si allí dije una falsedad, en cambio tú falsificaste el cuño —dijo Sinón—; y si yo estoy aquí por una falta, tú lo estás por muchas más que ninguno otro demonio.
— Acuérdate, perjuro, del caballo —replicó aquel que tenía el vientre hinchado—; y sírvate de castigo el que el mundo entero conoce tu delito.
— Sírvate a ti también de castigo la sed que tiene agrietada tu lengua —contestó el Griego—, y el agua podrida que eleva tu vientre como una barrera ante tus ojos.
Entonces el monedero replicó:
— También tu boca se rasga por hablar mal, como acostumbra; si yo tengo sed, y si el humor me hincha, tú tienes fiebre y te duele la cabeza; no te harías mucho de rogar para lamer el espejo de Narciso.
Yo estaba escuchándoles atentamente, cuando me dijo mi Maestro:
— Sigue, sigue contemplándolos aún, que poco me falta para reírme de ti.
Cuando le oí hablarme con ira, me volví hacia él tan abochornado, que aún conservo vivo el recuerdo en mi memoria: y como quien sueña en su desgracia, que aun soñando desea soñar, y anhela ardientemente que sea sueño lo que ya lo es, así estaba yo, sin poder proferir una palabra, por más que quisiera excusarme; y a pesar de que con el silencio me excusaba, no creía hacerlo así.
— Con menos vergüenza habría bastante para borrar una falta mayor que la tuya —me dijo el Maestro—: consuélate; y si acaso vuelve a suceder que te reúnas con gente entregada a semejantes debates piensa en que estoy siempre a tu lado, porque querer oír eso es querer una bajeza.