viernes, 16 de junio de 2017

Infierno: Canto XXXII

Invocación a las vírgenes que ayudaron a Anfión a levantar los muros de Tebas. La raza maldita de los traidores. Entrada de los dos poetas al noveno y último círculo. Dante pisa en la oscuridad, con su pesado cuerpo de hombre vivo, las sombras de los condenados, que se quejan. El lago helado donde son atormentados los traidores enterrados desde el cuello hasta los pies. La Antenora, una de las cuatro comparticiones del noveno círculo, que son la Caína, la Antenora, la Tolomea y la Judeca. Suplicio y enumeración de los traidores a la patria, que penan en el hielo. Al entrar a la región Antenora Dante ve asomar dos cabezas sobre el hielo, una de las cuales devora la otra.



Si poseyese un estilo áspero y ronco, cual conviene para describir el sombrío pozo, sobre el que se apoyan todas las otras rocas, expresaría mucho mejor la esencia de mi pensamiento; pero como no lo tengo, me decido a ello con temor; pues no es empresa que pueda tomarse como juego, ni para ser acometida por una lengua balbuciente, la de describir el fondo de todo el universo. Pero vengan en auxilio de mis versos aquellas Mujeres que ayudaron a Anfión a fundar Tebas, para que el estilo no desdiga de la naturaleza del asunto. ¡Oh gentes malditas sobre todas las demás, que estáis en el sitio del que me es tan duro hablar; más os valiera haber sido aquí convertidas en ovejas o cabras!

Cuando llegamos al fondo del obscuro pozo, mucho más abajo de donde tenía los pies el gigante, como yo estuviese aún mirando el alto muro, oí que me decían: Cuidado cómo andas; procura no pisar las cabezas de nuestros infelices y torturados hermanos, Volvime al oír esto, y vi delante de mí y a mis pies un lago, que por estar helado, parecía de vidrio y no de agua. Ni el Danubio en Austria durante el invierno, ni el Tanais allá, bajo el frío cielo, cubren su curso de un velo tan denso como el de aquel lago, en el cual, aunque hubieran caído el monte Tabernick o el monte Pietrapana, no habrían causado el menor estallido. Y a la manera de las ranas cuando gritan con la cabeza fuera del agua, en la estación en que la villana sueña que espiga, así estaban aquellas sombras llorosas y lívidas, sumergidas en el hielo hasta el sitio donde aparece la vergüenza, produciendo con sus dientes el mismo sonido que la cigüeña con su pico. Tenían todas el rostro vuelto hacia abajo; su boca daba muestras del frío que sentían, y sus ojos las daban de la tristeza de su corazón. Cuando hube examinado algún tiempo en torno mío, miré a mis pies, y vi dos sombras tan estrechamente unidas, que sus cabellos se mezclaban.

— Decidme quiénes sois, vosotros, que tanto unís vuestros pechos —dije yo.

Levantaron la cabeza, y después de haberme mirado, sus ojos, que estaban preñados de lágrimas, se derramaron en los párpados, pero el frío congeló en ellos aquellas lágrimas, volviéndolos a cerrar. Ninguna grapa unió jamás tan fuertemente dos trozos de madera, por lo cual ambos condenados se entrechocaron como dos carneros; tanta fue la ira que los dominó. Y otro, a quien el frío había hecho perder las orejas, me dijo, sin levantar la cabeza:

— ¿Por qué nos miras tanto? Si quieres saber quiénes son estos dos, te diré que el valle por donde corre el Bisenzio fue de su padre Alberto y de ellos. Ambos salieron de un mismo cuerpo; y aunque recorras toda la Caína, no encontrarás una sombra más digna de estar sumergida en el hielo, ni aun la de aquel a quien la mano de Arturo rompió de un golpe el pecho y la sombra, ni la de Focaccia, ni la de éste que me impide con su cabeza ver más lejos, y que se llamó Sassolo Mascheroni; si eres toscano, bien sabrás quién es. Y para que no me hagas hablar más, sabe que yo soy Camiccione de Pazzi y que espero a Carlino, cuyas culpas harán aparecer menos graves las mías.

Después vi otros mil rostros amoratados por el frío, tanto que desde entonces tengo horror, y lo tendré siempre a los estanques helados. Y mientras nos dirigíamos hacia el centro, donde converge toda la gravedad de la Tierra, yo temblaba en la lobreguez eterna; y no sé si lo dispuso Dios, el Destino o la Fortuna; pero al pasar por entre aquellas cabezas, di un fuerte golpe con el pie en el rostro de una de ellas, que me dijo llorando:

— ¿Por qué me pisas? Si no vienes a aumentar la venganza de Monteaperto, ¿por qué me molestas?

Entonces dije yo:

— Maestro mío, espérame aquí, a fin de que éste me esclarezca una duda; en seguida me daré cuanta prisa quieras.

El Guía se detuvo, y yo dije a aquel que aún estaba blasfemando:

— ¿Quién eres tú, que así reprendes a los demás?

Me contestó:

— Y tú, que vas por el recinto de Antenor, golpeando a los demás en el rostro, de modo que, si estuvieras vivo, aún serían tus golpes demasiado fuertes, ¿quién eres?

— Yo estoy vivo —fue mi respuesta—; y puede serte grato, si fama deseas, que ponga tu nombre entre los otros que conservo en la memoria.

A lo que repuso:

— Deseo todo lo contrario; vete de aquí, y no me causes más molestia, pues suenan mal tus lisonjas en esta caverna.

Entonces le cogí por los pelos del cogote, y le dije:

— Es preciso que digas tu nombre, o no te quedará ni un solo cabello.

Pero él me replicó:

— Aunque me repeles, ni te diré quién soy, ni verás mi rostro, por más que me golpees mil veces en la cabeza.

Yo tenía ya sus cabellos enroscados en mi mano, y le había arrancado más de un puñado de ellos, mientras él aullaba con los ojos fijos en el hielo, cuando otro condenado gritó: ¿Qué tienes, Bocca? ¿No te basta castañear los dientes, sino que también ladras? ¿Qué demonio te atormenta?

— Ahora —dije— ya no quiero que hables, traidor maldito; que para tu eterna vergüenza, llevaré al mundo noticias ciertas de ti.

— Vete pronto —repuso—, y cuenta lo que quieras; pero si sales de aquí, no dejes de hablar de ese que ha tenido la lengua tan suelta, y que está llorando el dinero que recibió de los franceses: Yo vi, podrás decir, a Buoso de Duera, allí donde los pecadores están helados. Si te preguntan por los demás que están aquí, a tu lado tienes al de Becchería, cuya garganta segó Florencia. Creo que más allá está Gianni de Soldanieri con Ganelón y Tebaldello, el que entregó a Faenza cuando sus habitantes dormían.

Estábamos ya lejos de aquél, cuando vi a otros dos helados en una misma fosa, colocados de tal modo, que la cabeza del uno parecía ser el sombrero del otro. Y como el hambriento en el pan, así el de encima clavó sus dientes al de debajo en el sitio donde el cerebro se une con la nuca. No mordió con más furor Tideo las sienes de Menalipo, que aquél roía el cráneo de su enemigo y las demás cosas inherentes al mismo.

— ¡Oh tú, que demuestras, por medio de tan brutal acción, el odio que tienes al que estás devorando! Dime qué es lo que te induce a ello —le pregunté— bajo el pacto de que, si te quejas con razón de él, sabiendo yo qué crimen es el suyo y quiénes sois, te vengaré en el mundo, si mi lengua no llega antes a secarse.