Aquel color que el miedo pintó en mi rostro cuando vi a mi guía retroceder, hizo que en el suyo se desvaneciera más pronto la palidez insólita, púsose atento, como un hombre que escucha, porque las miradas no podían penetrar a través del denso aire y de la espesa niebla.
— Sin embargo, debemos vencer en esta lucha —empezó a decir—, ¡si no! ..., pero se nos ha prometido ... ¡Oh!, ¡cuánto tarda el otro en llegar!
Yo vi bien que ocultaba lo que había comenzado a decir bajo otra idea que le asaltó después, y que estas últimas palabras eran diferentes de las primeras; sin embargo, su discurso me causó espanto, porque me parecía descubrir en sus entrecortadas frases un sentido peor del que en realidad tenían.
— ¿Ha bajado alguna vez al fondo de este triste abismo algún espíritu del primer círculo, cuya sola pena es la de perder la esperanza? —le pregunté.
A lo que me respondió:
— Rara vez sucede que alguno recorra el camino por donde yo voy. Es cierto que tuve que bajar aquí otra vez a causa de los conjuros de la cruel Erictón, que llamaba las almas a sus cuerpos. Hacía poco tiempo que mi carne estaba despojada de su alma, cuando me hizo traspasar esas murallas para sacar un espíritu del círculo de Judas. Este círculo es el más profundo, el más oscuro y el más lejano del Cielo que lo mueve todo. Conozco bien el camino, por lo cual debes estar tranquilo. Esta laguna, que exhala tan gran fetidez, ciñe en torno la ciudad del dolor, donde ya no podremos entrar sin justa indignación.
Dijo además otras cosas, que no he podido retener en mi memoria, porque me hallaba absorto, mirando la alta torre de ardiente cúspide, donde vi de improviso aparecer rápidamente tres furias infernales, tintas en sangre, las cuales tenían movimientos y miembros femeniles. Estaban ceñidas de hidras verdosas, y tenían por cabellos pequeñas serpientes y cerastas, que ceñían sus horribles sienes. Y aquél que conocía muy bien a las siervas de la Reina del dolor eterno:
— Mira —me dijo—, las feroces Erinnias. La de la izquierda es Megera; la que llora a la derecha es Alecton, y la del centro es Tisifona.
Después calló. Las furias se desgarraban el pecho con sus uñas; se golpeaban con las manos, y daban tan fuertes gritos, que por temor me acerqué más al poeta.
— Venga Medusa, y le convertiremos en piedra —decían todas mirando hacia abajo— mal hemos vengado la entrada del audaz Teseo.
— Vuélvete y cúbrete los ojos con las manos, porque si apareciese la Gorgona, y la vieses, no podrías jamás volver arriba.
Así me dijo el Maestro, volviéndome él mismo; y no fiándose de mis manos, me tapó los ojos con las suyas.
¡Oh vosotros, que gozáis de sano entendimiento; descubrid la doctrina que se oculta bajo el velo de tan extraños versos!
Oíase a través de las turbias ondas un gran ruido, lleno de horror, que hacía retemblar las dos orillas, asemejándose a un viento impetuoso, impelido por contrarios ardores, que se ensaña en las selvas, y sin tregua las ramas rompe y desgaja, y las arroja fuera; y marchando polvoroso y soberbio, hace huir a las fieras y a los pastores. Me descubrió los ojos, y me dijo:
— Ahora dirige el nervio de tu vista sobre esa antigua espuma, hacia el sitio en que el humo es más maligno.
Como las ranas, que, al ver la culebra enemiga, desaparecen a través del agua, hasta que se han reunido todas en el cieno, del mismo modo vi más de mil almas condenadas, huyendo de uno que atravesaba la Estigia a pie enjuto. Alejaba de su rostro el aire denso, extendiendo con frecuencia la siniestra mano hacia delante, y sólo este trabajo parecía cansarle. Bien comprendí que era un mensajero del Cielo, y volvíme hacia el Maestro; pero éste me indicó que permaneciese quieto y me inclinara. ¡Ah!, ¡cuán desdeñoso me pareció aquel enviado celeste! Llegó a la puerta, y la abrió con una varita sin encontrar obstáculo.
— ¡Oh demonios arrojados del Cielo, raza despreciable! —empezó a decir en el horrible umbral—; ¿cómo habéis podido conservar vuestra arrogancia? ¿Por qué os resistís contra esa voluntad, que no deja nunca de conseguir su intento, y que ha aumentado tantas veces vuestros dolores? ¿De qué os sirve luchar contra el destino? Vuestro Cerbero, si bien lo recordáis, tiene aún el cuello y el hocico pelados.
Entonces se volvió hacia el cenagoso camino sin dirigirnos la palabra, semejante a un hombre a quien preocupan y apremian otros cuidados, que no se relacionan con la gente que tiene delante.
Y nosotros, confiados en las palabras santas, dirigimos nuestros pasos hacia la ciudad de Dite.
Entramos en ella sin ninguna resistencia; y como yo deseaba conocer la suerte de los que estaban encerrados en aquella fortaleza, luego que estuve dentro, empecé a dirigir escudriñadoras miradas en torno mío, y vi por todos lados un gran campo lleno de dolor y de crueles tormentos. Como en los alrededores de Arlés, donde se estanca el Ródano, o como en Pola, cerca del Quarnero, que encierra a Italia y baña sus fronteras, vence antiguos sepulcros, que hacen montuoso el terreno, así también aquí se elevaban sepulcros por todas partes; con la diferencia de que su aspecto era más terrible, por estar envueltos entre un mar de llamas, que los encendían enteramente, más que lo fue nunca el hierro en ningún arte. Todas sus losas estaban levantadas, y del interior de aquellos salían tristes lamentos, parecidos a los de los míseros ajusticiados. Entonces le pregunté a mi Maestro:
— ¿Qué clase de gente es ésa, que sepultada en aquellas arcas, se da a conocer por sus dolientes suspiros?
A lo que me respondió:
— Son los heresiarcas, con sus secuaces de todas sectas; esas tumbas están mucho más llenas de lo que puedes figurarte. Ahí está sepultado cada cual con su semejante, y las tumbas arden más o menos.
Después, dirigiéndose hacia la derecha, pasamos por entre los sepulcros y las altas murallas.