Siguen los dos poetas su camino entre los muros y los sepulcros. Dante manifiesta el deseo de hablar con uno de los sepultados allí. Una sombra que se alza de uno de los sepulcros ardientes lo llama. La aparición de Farinata degli Uberti. Mientras habla Farinata con Dante, aparece la sombra de Cavalcante Cavalcanti, que pregunta por su hijo, amigo de Dante. Vuelve a hundirse en el sepulcro pensando que su hijo hubiese muerto. Sigue el diálogo entre Dante y Farinata, en que éste predice oscuramente su próximo destierro al primero.
Mi maestro avanzó por un estrecho sendero, entre los muros de la ciudad y las tumbas de los condenados, y yo seguí tras él.
— ¡Oh suma virtud —exclamé— que me conduces a tu placer por los círculos impíos! Háblame y satisface mis deseos. ¿Podré ver la gente que yace en esos sepulcros? Todas las losas están levantadas, y no hay nadie que vigile.
Respondióme:
— Todos quedarán cerrados, cuando hayan vuelto de Josafat las almas con los cuerpos que han dejado allá arriba. Epicuro y todos sus sectarios, que pretenden que el alma muere con el cuerpo, tienen su cementerio hacia esta parte. Así que, pronto contestarán aquí dentro a la pregunta que me haces, y al deseo que me ocultas.
Yo le repliqué:
— Buen Guía, si acaso te oculto mi corazón, es por hablar poco, a lo cual no es la primera vez que me has predispuesto con tus advertencias.
— ¡Oh Toscano, que vas por la ciudad del fuego hablando modestamente!, dígnate detenerte en este sitio. Tu modo de hablar revela claramente el noble país al que quizá fui yo funesto.
Tales palabras salieron súbitamente de una de aquellas arcas, haciendo que me aproximara con temor a mi Guía. Éste me dijo:
— Vuélvete: ¿qué haces? Mira a Farinata, que se ha levantado en su tumba, y a quien puedes contemplar desde la cintura a la cabeza.
Yo tenía ya mis miradas fijas en las suyas; él erguía su pecho y su cabeza en ademán de despreciar al Infierno. Entonces mi Guía, con mano animosa y pronta, me impelió hacia él a través de los sepulcros, diciéndome:
— Háblale con claridad.
En cuanto estuve al pie de su tumba, examinóme un momento; y después, con acento un tanto desdeñoso, me preguntó:
— ¿Quiénes fueron tus antepasados?
Yo, que deseaba obedecer, no le oculté nada, sino que se lo descubrí todo, por lo cual arqueó un poco las cejas, y dijo:
— Fueron terribles contrarios míos, de mis parientes y de mi partido, por eso los desterré dos veces.
— Si estuvieron desterrados —le contesté—, volvieron de todas partes una y otra vez, arte que los vuestros no han aprendido.
Entonces, al lado de aquél, apareció a mi vista una sombra, que sólo descubría hasta la barba, lo que me hace creer que estaba de rodillas. Miró en torno mío, como deseando ver si estaba alguien conmigo; y apenas se desvanecieron sus sospechas, me dijo llorando:
— Si la fuerza de tu genio es la que te ha abierto esta oscura prisión, ¿dónde está mi hijo y por qué no se encuentra a tu lado?
Respondíle:
— No he venido por mí mismo; el que me espera allí me guía por estos lugares; quizá vuestro Guido tuvo hacia él demasiado desdén.
Sus palabras y la clase de su suplicio me habían revelado ya el nombre de aquella sombra: así es que mi respuesta fue precisa.
Irguiéndose repentinamente exclamó:
— ¿Cómo dijiste tuvo? Pues qué, ¿no vive aún? ¿No hiere ya sus ojos la dulce luz del día?
Cuando observó que yo tardaba en responderle, cayó de espaldas en su tumba, y no volvió a aparecer fuera de ella. Pero aquel otro magnánimo, por quien yo estaba allí, no cambió de color, ni movió el cuello, ni inclinó el cuerpo.
— El que no hayan aprendido bien ese arte —me dijo continuando la conversación empezada—, me atormenta más que este lecho. Mas la deidad que reina aquí no mostrará cincuenta veces su faz iluminada, sin que tú conozcas lo difícil que es ese arte. Pero dime, así puedas volver al dulce mundo, ¿por qué causa es ese pueblo tan desapiadado con los míos en todas sus leyes?
A lo cual le contesté:
— El destrozo y la gran matanza que enrojeció el Arbia excita tales discursos en nuestro templo.
Entonces movió la cabeza suspirando, y después dijo:
— No estaba yo allí solo; y en verdad, no sin razón me encontré en aquel sitio con los demás, pero sí fui el único que, cuando se trató de destruir a Florencia, la defendí resueltamente.
— ¿Ah? —le contesté—, ¡ojalá vuestra descendencia tenga paz y reposo! Pero os ruego que deshagáis el nudo que ha enmarañado mi pensamiento. Me parece, por lo que he oído, que prevéis lo que el tiempo ha de traer, a pesar de que os suceda lo contrario con respecto a lo presente.
— Nosotros —dijo— somos como los que tienen la vista cansada, que vemos las cosas distantes, gracias a una luz con que nos ilumina el Guía soberano. Cuando las cosas están próximas o existen, nuestra inteligencia es vana, y si otro no nos lo cuenta, nada sabemos de los sucesos humanos; por lo cual puedes comprender que toda nuestra inteligencia morirá el día en que se cierre la puerta del porvenir.
— Decid a ese que acaba de caer, que su hijo está aún entre los vivos. Si antes no le respondí, hacedle saber que lo hice porque estaba distraído con la duda que habéis aclarado.
Mi Maestro me llamaba ya, por cuya razón rogué más solícitamente al espíritu que me dijera quién estaba con él.
— Estoy tendido entre más de mil —me respondió—; ahí dentro están el segundo Federico y el Cardenal. En cuanto a los demás, me callo.
Se ocultó después de decir esto, y yo dirigí mis pasos hacia el antiguo poeta, pensando en aquellas palabras que me parecían amenazadoras. Se puso en marcha, y mientras caminábamos, me dijo:
— ¿Por qué estás tan turbado?
Y cuando satisfice su pregunta:
— Conserva en tu memoria lo que has oído contra ti —me ordenó aquel sabio—; y ahora estáme atento.
Y levantando el dedo, prosiguió:
— Cuando estés ante la dulce mirada de aquella cuyos bellos ojos lo ven todo, conocerás el porvenir que te espera.
En seguida se dirigió hacia la izquierda. Dejamos las murallas y fuimos hacia el centro de la ciudad, por un sendero que conduce a un valle, el cual exhalaba un hedor insoportable.