lunes, 12 de junio de 2017

Infierno: Canto XIX

Imprecación contra la simonía. Aro tercero del octavo círculo, donde son castigados los simoníacos. Prelados y pontífices enterrados en los antros ardientes, con excepción de los últimos, que tienen de fuera las piernas ardiendo. Suplicio del Papa Nicolás III, que espera para hundirse del todo la venida de Bonifacio VIII, y anuncio de la condenación de Clemente V. Discurso de Dante contra los simoníacos. Los dos poetas continúan su viaje infernal.



¡Oh Simón el mago! ¡Oh miserables sectarios suyos, almas rapaces, que prostituís a cambio de oro y plata las cosas de Dios, que deben ser las esposas de la virtud! Ahora resonará la trompa para vosotros, puesto que os encontráis en la tercera fosa.

Estábamos ya junto a ésta, subidos en aquella parte del escollo que cae justamente sobre su centro. ¡Oh suma Sabiduría! ¡Cuán grande es el arte que demuestras en el cielo, en la tierra y en el mundo maldito, y con cuánta equidad se reparte tu virtud! Vi en los lados y en el fondo la piedra lívida llena de pozuelos, todos redondos y de igual tamaño, los cuales me parecieron ni más ni menos anchos que los que hay en mi hermoso San Juan para servir de pilas bautismales; uno de éstos rompí yo no ha muchos años, por salvar a un niño que dentro de él se ahogaba; y baste lo que digo, para desengañar a todos.

Fuera, de la boca de cada uno de aquellos pozuelos salían los pies y las piernas de un pecador, hasta el muslo, quedando dentro el resto del cuerpo. Ambos pies estaban encendidos, por cuya razón se agitaban tan fuertemente sus coyunturas, que hubieran roto sogas y cuerdas. Del mismo modo que la llama suele recorrer la superficie de los objetos untados de grasa, así el fuego flameaba desde el talón a la punta en los pies de los condenados.

— ¿Quién es aquél, Maestro, que furioso agita los pies más que sus otros compañeros —dije entonces—, y a quien corroe y deseca una llama mucho más roja?

A lo cual me contestó:

— Si quieres que te conduzca por aquella parte de la escarpa que está más cercana al fondo, él mismo te dirá quién es y cuáles son sus crímenes.

Le respondí:

— Me parece bien todo lo que a ti te agrada; tú eres el dueño y sabes que yo no me separo de tu voluntad, así como también conoces lo que me callo.

Subimos entonces al cuarto margen; después volvimos y bajamos por la izquierda hacia la estrecha y perforada fosa, sin que el buen Maestro me hiciera separar de su lado, hasta haberme conducido junto al hoyo de aquel que daba tantas señales de dolor con los movimientos de sus piernas.

— ¡Oh! Quienquiera que seas tú, que tienes enterrada la parte superior de tu cuerpo; alma triste, plantada como una estaca —empecé a decir—, habla, si puedes.

Yo estaba como el fraile que confiesa al pérfido asesino, que, metido en la tierra, le llama para que cese su muerte. Y él gritó:

— ¿Estás ya aquí derecho, estás ya aquí derecho, Bonifacio? Me ha engañado en algunos años lo que está escrito. ¿Tan pronto te has saciado de aquellos bienes, por los cuales no temiste apoderarte con embustes de la hermosa Dama, y gobernarla después indignamente?

Quedéme, al oír esto, como aquellos que, casi avergonzados de no haber comprendido lo que se les ha dicho, no saben qué contestar. Entonces Virgilio dijo:

— Respóndele pronto: Yo no soy, yo no soy el que tú crees.

Y yo contesté como se me ordenó. Por lo cual el espíritu retorció sus pies; y luego, suspirando y con llorosa voz, me dijo:

— ¿Pues qué es lo que me preguntas? Si te urge conocer quién soy, hasta el punto de haber descendido para ello por todos estos peñascos, sabrás que estuve investido del gran manto, y fui verdadero hijo de la Osa, tan codicioso, que, por aumentar la riqueza de los oseznos, embolsé arriba todo el dinero que pude, y aquí mi alma. Bajo mi cabeza están sepultados los demás Papas, que antes de mí cometieron simonía, y se hallan comprimidos a lo largo de este angosto agujero. Yo me hundiré también luego que venga aquel que creí fueses tú, cuando te dirigí mi súbita pregunta. Pero desde que mis pies se abrasan, y me encuentro colocado al revés, ha transcurrido más tiempo del que él permanecerá en este mismo sitio con los pies quemados; porque en pos de él vendrá de poniente un pastor sin ley, por causa más repugnante, y ése deberá cubrimos a entrambos. Será un nuevo Jasón, parecido al de que se habla en el libro de los Macabeos; y así como el rey de éste fue débil para con él, así con el otro lo será el que rige la Francia.

No sé si en tal momento fue demasiada audacia la mía, pues le respondí en estos términos:

— ¡Eh!, dime: ¿cuánto dinero exigió Nuestro Señor de San Pedro, antes de poner las llaves en su poder? En verdad que no le pidió más sino que le siguiera. Ni Pedro ni los otros pidieron a Matías oro ni plata cuando por suerte fue elegido en reemplazo del que perdió su alma traidora. Permanece, pues, ahí, porque has sido castigado justamente, y guarda bien la mal adquirida riqueza, que tan atrevido te hizo contra Carlos. Y si no fuese porque aún me contiene el respeto a las llaves soberanas, que poseíste en tu alegre vida, emplearía palabras mucho más severas; porque vuestra avaricia contrista al mundo, pisoteando a los buenos, y ensalzando a los malos. Pastores, a vosotros se refería el Evangelista, cuando vio prostituida ante los reyes a la que se sienta sobre las aguas; a la que nació con siete cabezas, y obtuvo autoridad por sus diez cuernos, mientras la virtud agradó a su marido. Os habéis construido dioses do oro y plata: ¿qué diferencia, pues, existe entre vosotros y los idólatras, sino la de que ellos adoran a uno y vosotros adoráis a ciento? ¡Ah, Constantino! ¡A cuántos males dio origen, no tu conversión al cristianismo, sino la donación que de ti recibió el primer Papa que fue rico!

Mientras yo le hablaba con esta claridad, él, ya fuese a impulsos de la ira, o porque le remordiese la conciencia, respingaba fuertemente con ambas piernas. Creo que complací a mi Guía, porque escuchó siempre con rostro satisfecho el sonido de mis palabras, expresadas con sinceridad. Entonces me cogió con los dos brazos, y teniéndome en alto bien afianzado sobre su pecho, volvió a subir por el camino por donde habíamos descendido, sin dejar de estrecharme contra sí, hasta llegar a la parte superior del puente que que va de la cuarta a la quinta calzada. Allí, deposito suavemente su querido fardo sobre el áspero y pelado escollo, que hasta para las cabras sería un dificil sendero, desde donde descubrí una nueva fosa.