lunes, 12 de junio de 2017

Infierno: Canto XVIII

Descripción del octavo círculo, dividido en diez valles, o fosos circulares y concéntricos. En cada una de las comparticiones se castiga una especie de fraudulentos. En este canto se trata de los primeros dos valles. En uno de estos valles se castiga a los rufianes por manos de demonios con cuernos. En otro valle yacen los aduladores y las cortesanas.


Hay un lugar en el Infierno, llamado Malebolge ("Malas bolsas" o "Fosos malditos"), construido todo de piedra y de color ferruginoso, como la cerca que lo rodea. En el centro mismo de aquella funesta planicie se abre un pozo bastante ancho y profundo, de cuya estructura me ocuparé en su lugar.

El espacio que queda entre el pozo y el pie de la dura cerca es redondo, y está dividido en diez valles, o recintos cerrados, semejantes a los numerosos fosos que rodean a un castillo para defensa de las murallas; y así como estos fosos tienen puentes que van desde el umbral de la puerta a su otro extremo, del mismo modo aquí avanzaban desde la base de la montaña algunas rocas, que atravesando las márgenes y los fosos, llegaban hasta el pozo central, y allí se reunían quedando truncadas.

Tal era el sitio donde nos encontramos cuando descendimos de la grupa de Gerión; el Poeta echó a andar hacia la izquierda, y yo segui tras él. A mi derecha vi nuevas causas de conmiseración, nuevos tormentos y nuevos burladores, que llenaban la primera fosa. En el fondo estaban desnudos los pecadores; los del centro acá venian de frente a nosotros; y los de esta parte afuera seguian nuestra misma dirección, pero con paso más veloz. Como en el año del Jubileo, a causa de la afluencia de gente que atraviesa el puente de San Ángelo, los romanos han determinado que todos los que se dirijan al castillo y vayan hacia San Pedro pasen por un lado, y por el otro los que van hacia el monte, asi vi, por uno y otro lado de la negra roca, cornudos demonios con grandes látigos, que azotaban cruelmente las espaldas de los condenados. ¡Oh! ¡Cómo les hacian mover las piernas al primer golpe! Ninguno aguardaba el segundo ni el tercero.

Mientras yo andaba, mis ojos se encontraron con los de un pecador, y dije en seguida: No es la primera vez que veo a ése. Por lo que me detuve a observarlo mejor; mi dulce Guia se detuvo al mismo tiempo, y aun me permitió retroceder un tanto. El azotado creyó ocultarse bajando la cabeza; mas le sirvió de poco, pues le dije:

— Tú, que fijas los ojos en el suelo, si no son falsas las facciones que llevas, eres Venedico Caccianimico. Pero, ¿qué es lo que te ha traído a tan picantes salsas?

A lo que me contestó:

— Lo digo con repugnancia, pero cedo a tu claro lenguaje, que me hace recordar el mundo de otro tiempo. Yo fui aquel que obligó a la bella Ghisola a satisfacer los deseos del Marqués, cuéntese como se quiera la tal historia. Y no soy el único boloñés que llora aquí; antes bien este sitio está tan lleno de ellos, que no hay en el día entre el Savena y el Reno tantas lenguas que digan sipa, como en esta fosa; y si quieres una prueba de lo que te digo, recuerda nuestra codicia notoria.

Mientras así hablaba, un demonio le pegó un latigazo, diciéndole:

— Anda, rufián, que aquí no hay mujeres que se vendan.

Me reuní a mi Guía; y a los pocos pasos llegamos a un punto de donde salía una roca de la montaña. Subimos por ella ligeramente, y volviendo a la derecha sobre su áspero dorso, salimos de aquel eterno recinto. Luego que llegamos al sitio en que aquel peñasco se ahueca por debajo a modo de puente, para dar paso a los condenados, mi Guía me dijo:

— Detente, y haz que en ti se fijen las miradas de esos otros mal nacidos, cuyos rostros no has visto aún, porque han caminado hasta ahora en nuestra misma dirección.

Desde el vetusto puente contemplamos la larga fila que hacia nosotros venía por la otra parte, y que era igualmente castigada por el látigo. El buen Maestro me dijo, sin que yo le preguntara nada:

— Mira esa gran sombra que se acerca, y que, a pesar de su dolor, no parece derramar ninguna lágrima. ¡Qué aspecto tan majestuoso conserva aún! Ese es Jasón, que con su valor y su destreza robó en Cólquide el vellocino de oro. Pasó por la Isla de Lemnos, después que las audaces y crueles mujeres de aquella isla dieron muerte a todos los habitantes varones; y allí, con sus artificios y sus halagüeñas palabras, engañó a la joven Hisipila, que antes había engañado a todas sus compañeras, y la dejó encinta y abandonada; por tal culpa está condenado a tal martirio, que es también la venganza de Medea. Con él van todos los que han cometido igual clase de engaños; bástete, pues, saber esto de la primera fosa, y de los que en ella son atormentados.

Nos encontrábamos ya en el punto donde el estrecho sendero se cruza con el segundo margen, que sirve de apoyo para otro arco. Allí vimos a los que se anidan en una nueva fosa, dando resoplidos con sus narices y golpeándose con sus propias manos. Las orillas estaban incrustadas de moho, producido por las emanaciones de abajo, que allí se condensan, ofendiendo a la vista y al olfato. La fosa es tan profunda, que no se puede ver el fondo, sino mirando desde la parte más alta del arco, que lo domina perpendicularmente. Allí nos pusimos, y desde aquel punto vimos en el foso unas gentes sumergidas en un estiércol, que parecía salir de las letrinas humanas; y mientras tenía la vista fija allí dentro, vi uno con la cabeza tan sucia de excremento, que no podía saber si era clérigo o seglar. Aquella cabeza me dijo:

— ¿Por qué te muestras tan ávido de mirarme a mí, con preferencia a los otros que están tan sucios como yo?

Le respondí:

— Porque, si mal no recuerdo, te he visto otra vez con los cabellos enjutos, y tú eres Alejo Interminelli de Luca; por eso te miro más que a todos los otros.

Entonces, él, golpeándose la calabaza, exclamó:

— Aquí me han sumergido las lisonjas que no se cansó de prodigar mi lengua.

Después de esto, mi Guía me dijo:

— Procura adelantar un poco la cabeza, a fin de que tus miradas alcancen las facciones de aquella sucia esclava desmelenada, que se desgarra las carnes con sus uñas llenas de inmundicia, y que tan pronto se encoge como se estira. Esa es Thais, la prostituta, que cuando su amante le preguntó: ¿Tengo grandes méritos a tus ojos? ella le contestó: Sí, maravillosos. Y con esto queden saciadas nuestras miradas.