viernes, 16 de junio de 2017

Purgatorio: Canto I

Alegoría preliminar. El poeta invoca a las Musas y llegan ambos al píe de la montaña del purgatorio en el hemisferio austral. Recobra ánimo a la venida de la aurora. Contempla las cuatro estrellas de las cuatro virtudes cardinales. Los poetas encuentran la sombra de Catón de Útica. Coloquio entre Virgilio y Catón, y elogio de éste. Catón instruye a Virgilio de lo que debe hacer para limpiar el color infernal del rostro del Dante. Los poetas descienden hacia la playa de la isla del purgatorio y ven a la distancia el mar. Virgilio lava el rostro del Dante con el rocío del purgatorio, y le ciñe un junco marino, símbolo de humildad y de docilidad. El retoñe de los juncos. 



Ahora la navecilla de mi ingenio, que deja en pos de sí un mar tan cruel, desplegará las velas para navegar por mejores aguas; y cantaré aquel segundo reino, donde se purifica el espíritu humano, y se hace digno de subir al Cielo. Resucite aquí, pues, la muerta poseía, ¡oh santas Musas!, pues que soy vuestro; y realce Calíope mi canto, acompañándolo con aquella voz que produjo tal efecto en las desgraciadas Urracas, que desesperaron de alcanzar su perdón.

Un suave color de zafiro oriental, contenido en el sereno aspecto del aire puro hasta el primer cielo, reapareció delicioso a mi vista en cuanto salí de la atmósfera muerta, que me había contristado los ojos y el corazón. El bello planeta que convida a amar hacía sonreír todo el Oriente, desvaneciendo al signo de Piscis, que seguía en pos de él. Me volví a la derecha, y dirigiendo mi espíritu hacia el otro polo, distinguí cuatro estrellas únicamente vistas por los primeros humanos. El cielo parecía gozar con sus resplandores. ¡Oh Septentrión, sitio verdaderamente viudo, pues que te ves privado de admirarlas! Cuando cesé en su contemplación, volvíme un tanto hacia el otro polo, de donde el Carro había desaparecido, y vi cerca de mí un anciano solo, y digno, por su aspecto, de tanta veneración, que un padre no puede inspirarla mayor a su hijo. Llevaba una larga barba, canosa como sus cabellos, que le caía hasta el pecho, dividida en dos mechones. Los rayos de las cuatro luces santas rodeaban de tal resplandor su rostro, que lo veía como si hubiese tenido el Sol antes mis ojos.

— ¿Quiénes sois vosotros que, contra el curso del tenebroso río, habéis huido de la prisión eterna? —dijo el anciano, agitando su barba venerable—. ¿Quién os ha guiado, o quién os ha servido de antorcha para salir de la profunda noche, que hace sea continuamente negro el valle infernal? ¿Así se han quebrantado las leyes del abismo? ¿O se ha dado quizás en el Cielo un nuevo decreto, que os permite, a pesar de estar condenados, venir a mis grutas?

Entonces mi Guía me indicó, por medio de sus palabras, de sus gestos y sus miradas, que debía mostrarme respetuoso, doblar la rodilla e inclinar la vista. Después le respondió:

— No vine por mi deliberación, sino porque una mujer, descendida del cielo, me ha rogado que acompañe y ayude a éste. Pero ya que es tu voluntad que te expliquemos más ampliamente cuál sea nuestra verdadera condición, la mía no puede rehusarte nada. Éste no ha visto aún su última noche, pero por su locura estuvo tan cerca de ello, que le quedaba poquísimo tiempo de vida. Así es que, según he dicho, fui enviado a su encuentro para salvarle, y no había otro camino más que este, por el cual me he aventurado. Hele dado a conocer todos los réprobos, y ahora pretendo mostrarle aquellos espíritus que se purifican bajo tu jurisdicción. Sería largo de referir el modo como le he traído hasta aquí; de lo alto baja la virtud que me ayuda a conducirle para verte y oírte. Dígnate, pues, acoger su llegada benignamente; va buscando la libertad, que es tan amada, como lo sabe el que por ella desprecia la vida. Bien lo sabes tú, que por ella no te pareció amarga la muerte en Útica, donde dejaste tu cuerpo, que tanto brillará en el gran día. No han sido revocados por nosotros los eternos decretos; pues éste vive, y Minos no me tiene en su poder, sino que pertenezco al círculo donde están los castos ojos de tu Marcia, que parece rogarte aún, ¡oh santo corazón!, que la tengas por compañera y por tuya. En nombre, pues, de su amor, accede a nuestra súplica, y déjanos ir por tus siete reinos; le manifestaré mi agradecimiento hacia ti si permites que allá abajo se pronuncie tu nombre.

— Marcia fue tan agradable a mis ojos mientras pertenecí a la Tierra —dijo él entonces—, que obtuvo de mí cuantas gracias quiso; ahora que habita a la otra parte del mal río, no puedo ya conmoverme a causa de la ley que se me impuso cuando salí fuera de mi cuerpo. Pero si una mujer del cielo te anima y te dirige, según dices, no tienes necesidad de tan laudatorios juegos; me basta con que me supliques en su nombre. Ve, pues, y haz que ése se ciña con un junco sin hojas, y lávale el rostro de modo que quede borrada en él toda mancha; porque no conviene que se presente con la vista ofuscada ante el primer ministro, que es de los del Paraíso. Esa pequeña isla que ves allá abajo produce, en torno suyo y por donde la combaten las olas, juncos en su tierra blanda y limosa. Ninguna clase de plantas que eche hojas o que se endurezca puede existir ahí, porque le sería imposible doblegarse a los embates de las olas. Después no volváis por esta parte; el sol naciente os indicará el modo de encontrar la más fácil subida del monte.

Al decir esto desapareció. Me levanté sin hablar, me coloqué junto a mi Guía, y fijé en él los ojos. Entonces empezó a hablarme de este modo:

— Hijo mío, sigue mis pasos: volvamos atrás; porque esta llanura va descendiendo siempre hasta su último límite.

El alba vencía ya al aura matutina, que huía delante de ella, y desde lejos pude distinguir las ondulaciones del mar. Íbamos por la llanura solitaria, como el que busca la senda perdida, y cree caminar en vano hasta que logra encontrarla. Cuando llegamos a un sitio en que el rocío resiste al calor del sol, y protegido por la sombra, se desvanece poco a poco, puso mi Maestro suavemente sus dos manos abiertas sobre la fresca hierba; y yo, comprendiendo su intento, le presenté mis mejillas cubiertas aún de lágrimas, y en las que por su mediación apareció de nuevo el color de que las privó el Infierno.

Llegamos después a la playa desierta, que no vio nunca navegar por sus aguas a hombre alguno capaz de salir de ellas. Allí me hizo un cinturón, según la voluntad del otro; y, ¡oh maravilla!, cuando arrancó la humilde planta, volvió otra a renacer súbitamente en el mismo sitio de donde había arrancado aquélla.