domingo, 18 de junio de 2017

Purgatorio: Canto IV

Guiados por las almas suben a la montaña por un sendero y llegan hasta el primer rellano. Ambos se sientan a descansar y Virgilio explica al Dante la causa del opuesto giro del sol en el hemisferio donde se encuentra la montaña del purgatorio, antípoda de Jerusalén. Encuentro con un grupo de almas que yacen perezosamente tendidas. Dante reconoce entre ellos a Belacqua, quien le explica que aquéllos son los que tardaron en convertirse. Penitencia de los negligentes que esperan la última hora para convertirse.



Cuando por efecto del placer o del dolor de que se siente afectada alguna de nuestras facultades, el alma entera se concentra en esa facultad, parece que no atienda a ninguna otra; y esto demuestra el error de los que creen que en nosotros arde un alma sobre otra alma. Por eso mismo, cuando se oye o ve alguna cosa que absorbe fuertemente el alma en su contemplación, el tiempo se desliza sin que el hombre se aperciba de ello; porque una es la facultad que escucha, y otra la que cautiva por completo el alma; ésta está como atada; aquella es libre. Yo adquirí una prueba de esta verdad oyendo y admirando a aquel espíritu; pues había el Sol ascendido cincuenta grados sobre el horizonte, sin que yo lo echase de ver, cuando llegamos a un punto en que las almas exclamaron a una voz: Aquí está el objeto de vuestra demanda.

Cualquier portillo de los que suele tapar el aldeano con un manojo de espinos, cuando maduran las uvas, es mayor que el sendero por donde subimos solos mi Maestro y yo, cuando la multitud de almas se separó de nosotros. Bastan los pies para ir a San Leo, para bajar a Noli, para ascender hasta la elevada cumbre de Bismantua; pero aquí es preciso que el hombre vuele; quiero decir, como volaba yo, conducido por las ligeras alas y por las plumas de un gran deseo, detrás de aquel que reanimaba mi esperanza y me iluminaba. Ibamos subiendo por el sendero excavado en el peñasco, cuyas quebradas rocas nos estrechaban por ambos lados, y el suelo que pisábamos nos obligaba a ayudamos con pies y manos. Cuando llegamos a sitio descubierto, sobre el rellano de la alta base del monte, dije:

— Maestro mío, ¿qué camino seguiremos?

Y él me contestó:

— No des ningún paso hacia abajo; prosigue subiendo detrás de mí hacia la cima de este monte, hasta que se nos aparezca algún experto guía.

La cima era tan alta, que no podía alcanzarla la vista, y la subida mucho más empinada que la línea que divide en dos partes el cuadrante. Yo estaba ya cansado, y entonces exclamé:

— ¡Oh amado Padre! Vuélvete, y mira que me quedo aquí solo, si no te detienes.

— Hijo mío, haz por llegar hasta aquel punto —respondió mostrándome una prominencia que rodeaba por aquel lado toda la montaña.

Sus palabras me aguijonearon de tal modo, que me esforcé cuanto pude trepando hasta donde él estaba, tanto que puse mis plantas sobre aquella especie de cornisa. Nos sentamos allí ambos, vueltos hacia Levante, por cuyo lado habíamos subido; pues suele agradar la contemplación del camino que uno ha hecho. Primeramente dirigí los ojos al fondo, después los levanté hacia el Sol, y me admiraba de que éste nos iluminase por la izquierda.

El Poeta observó que me quedaba estupefacto, mirando el carro de la luz que iba a pasar entre nosotros y el Aquilón; por lo cual me dijo:

— Si Cástor y Pólux estuvieran en compañía de aquel espejo, que ilumina al mundo tanto por arriba como por abajo, verías al Zodiaco refulgente girar más próximo aun a las Osas, a no ser que saliese fuera de su antiguo camino. Y si quieres comprender cómo puede suceder esto, reconcentra tu pensamiento, y considera que el monte Sion está situado sobre la Tierra, relativamente a éste, de modo que ambos tienen un mismo horizonte y diferentes hemisferios; por lo cual, si tu inteligencia te permite discernir con claridad, verás cómo el camino que por su mal no supo recorrer Featón, debe ir necesariamente por un lado de este monte, al paso que va por el opuesto lado de aquel otro.

— En verdad, Maestro mío —le contesté—, nunca había visto tan claramente como ahora distingo estas cosas, para cuya comprensión no me parecía bastante apto mi ingenio. Por las razones que me has dado entiendo que el circulo intermedio del primer móvil, llamado Ecuador en alguna ciencia, y que permanece siempre entre el Sol y el invierno, dista de aquí tanto hacia el Septentrión, cuanto los hebreos lo veían hacia la parte cálida. Pero, si te place, quisiera saber cuánto hemos de andar aun; pues el monte se eleva más de lo que puede alcanzar mi vista.

— Esta montaña es tal —me respondió—, que siempre cuesta trabajo empezar a subirla, y cuanto más va para arriba es menos fatigoso. Cuando te parezca tan suave, que subas ligeramente por ella como van por el agua las naves, entonces habrás llegado al fin de este sendero; espera, pues, a conseguirlo, para descansar de tu fatiga. Y no respondo más, pues sólo esto tengo por cierto.

Cuando hubo terminado de decir estas palabras, resonó cerca de nosotros una voz que decía: Quizá te veas precisado antes a sentarte. Al sonido de aquella voz, volvímonos, y vimos a la izquierda un gran peñasco, en el que no habíamos reparado antes ninguno de los dos. Nos dirigimos hacia allí, donde estaban algunos espíritus reposando a la sombra detrás del peñasco, como quien lo hace por indolencia. Uno de ellos, que me parecía cansado, estaba sentado con las rodillas abrazadas, reposando sobre ellas su cabeza.

— ¡Oh amado Señor mío! —dije entonces—; contempla a ése, que se muestra más negligente que si fuese hermano de la pereza.

Entonces se volvió hacia nosotros, y nos examinó, dirigiendo su mirada por encima de los muslos, y diciendo:

— Ve, pues, allá arriba, tú que eres tan valiente.

Conocí entonces quién era; y aquella fatiga que agitaba todavía un poco mi respiración, no me impidió acercarme a él. Cuando estuve a su lado, alzó apenas la cabeza, diciendo:

— ¿Has comprendido bien por qué el Sol dirige su carro por tu izquierda?

Sus perezosos movimientos y sus lacónicas palabras hicieron asomar una sonrisa a mis labios; después dije:

— Belacqua, ahora ya no me conduelo de ti; pero dime, ¿por qué estás aquí sentado? ¿Esperas algún guía, o es que has vuelto a tus antiguas costumbres?

Contestóme:

— ¡Oh, hermano! ¿Para qué he de ir arriba, si no ha de permitirme llegar al sitio de la expiación el Ángel de Dios, que está sentado a su puerta? Antes que yo entre por ella, es necesario que el cielo dé tantas vueltas en torno mío, cuantas dio en el transcurso de mi vida, por haber aplazado los buenos suspiros hasta la hora de mi muerte; a no ser que me auxilie una plegaria, que se eleve de un corazón que viva en la gracia. ¿De qué sirven las demás, si no han de ser oídas en el cielo?

Ya el Poeta subía delante de mí diciendo:

— No te detengas más; mira que el Sol toca al Meridiano, y la Noche cubre ya con su pie la costa de Marruecos.