Me había alejado ya de aquellas sombras, y seguía las huellas de mi Guía, cuando detrás de mí, y señalándome con el dedo, gritó una de ellas:
— Mirad; no se nota que el Sol brille a la izquierda de aquel de más abajo, que marcha al parecer como un vivo.
Al oír estas palabras, volví la cabeza, y vi que las sombras miraban con admiración, no solamente a mí, sino también a la luz interceptada por mi cuerpo.
— ¿Por qué se turba tanto tu ánimo —dijo el Maestro—, que así acortas el paso? ¿Qué te importa lo que allí murmuran? Sígueme, y deja que hable esa gente. Sé firme como una torre, cuya cúspide no se doblega jamás al embate de los vientos; el hombre en quien bulle pensamiento sobre pensamiento, siempre aleja de sí el fin que se propone; porque el uno debilita la actividad del otro.
¿Qué otra cosa podría yo contestarle sino: Va voy? Así lo hice, cubierto algún tanto de aquel color que hace a veces al hombre digno de perdón. En tanto, de través por la cuesta venían hacia nosotros algunas almas entonando, versículo a versículo, el Miserere. Cuando observaron que yo no daba paso al través de mi cuerpo a los rayos solares, cambiaron su canto en un ¡Oh ...!, ronco y prolongado; y dos de ellas, a guisa de mensajeros, corrieron a nuestro encuentro, diciendo:
— Hacednos sabedores de vuestra condición.
Mi Maestro contestó:
— Podéis iros y referir a los que os han enviado, que el cuerpo de éste es de verdadera carne. Si se han detenido, según me figuro, por ver su sombra, bastante tienen con tal respuesta: hónrenle, porque podrá serles grato.
Jamás he visto a prima noche los vapores encendidos, ni a puesta del Sol las exhalaciones de Agosto, hender el Cielo sereno tan rápidamente como corrieron aquellas almas hacia sus compañeras; y una vez allí, regresaron adonde estábamos, juntas con las demás, como escuadrón que corre a rienda suelta.
— Esa gente que se agolpa hacia nosotros es numerosa —dijo el Poeta—, y vienen a dirigirte alguna súplica; tú, sin embargo, sigue adelante, y escucha mientras andas.
— ¡Oh alma, que, para llegar a la felicidad, vas con los miembros con que naciste! —venían gritando—; modera un poco tu paso. Repara si has conocido a alguno de nosotros, de quien puedas llevar allá noticias. ¡Ah! ¿Por qué te vas? ¿Por qué no te detienes? Todos hemos terminado nuestros días por muerte violenta, y fuimos pecadores hasta la última hora; entonces la luz del Cielo iluminó nuestra razón tan bien, que, arrepentidos y perdonados, abandonamos la vida en la gracia de Dios, que nos abrasa por el gran deseo que tenemos de verle.
Yo les contesté:
— Aun cuando no reconozco las desfiguradas facciones de ninguno de vosotros, no obstante, si deseáis de mí algo que me sea posible, espíritus bien nacidos, yo lo haré por aquella paz que se me hace buscar de mundo en mundo, siguiendo los pasos de este Guía.
Uno de ellos empezó diciendo:
— Todos confiamos en tu benevolencia sin necesidad de que lo jures, a no ser que la impotencia destruya tu buena voluntad. Yo, que hablo solo antes que los demás, te ruego que si vez alguna vez aquel país que se extiende entre la Romanía y el de Carlos, me concedas en Fano el don de tus preces, a fin de que los buenos rueguen allí por mí, de modo que yo pueda purgar mis graves pecados. De allí fui yo; pero las profundas heridas por donde salió la sangre en la que me asentaba, me fueron hechas en el territorio de los Antenóridas, donde creía encontrarme más seguro. El de Este lo ordenó, porque me odiaba mucho más de lo que le permitía la justicia; pero si yo hubiese huido hacia la Mira, cuando llegué a Oriaco, aún estaría allá donde se respira; corrí al pantano, donde las cañas y el lodo me embarazaron tanto, que caí, y vi formarse en tierra un lago con la sangre de mis venas.
Después me dijo otro:
— ¡Ay! Así se cumpla el deseo que te conduce a esta elevada montaña, dígnate auxiliar al mío con obras de piedad. Yo fui de Montefeltro, y soy Buonconte. Ni Juana ni los otros se cuidan de mí; por lo cual voy entre éstos con la cabeza baja.
Le pregunté:
— ¿Qué violencia o qué aventura te sacó fuera de Campaldine, que no se supo nunca dónde está tu sepultura?
— ¡Oh! —me respondió—; al pie del Casentino corre un río llamado Archiano, que nace en el Apenino encima del Ermo. Allí donde pierde su nombre, llegué yo con el cuello atravesado, huyendo a pie y ensangrentando la llanura. Allí perdí la vista, y mi última palabra fue el nombre de María; allí caí, y no quedó más que mi carne. Te diré la verdad, y tú la referirás entre los vivos; el ángel de Dios me cogió, y el del Infierno gritaba: ¡Oh tú, venido del Cielo! ¿Por qué me lo quitas? Te llevas la parte eterna de éste por una pequeña lágrima que me le arrebata; pero yo trataré de diferente modo la otra parte. Tú sabes bien cómo se condensa en el aire ese húmedo vapor, que se convierte en lluvia en cuanto sube hasta donde le sorprende el frío; pues bien, el demonio, juntando a su entendimiento aquella malevolencia que sólo procura hacer daño, con el poder inherente a su naturaleza, agitó el vapor y el viento. En cuanto se extinguió el día, cubrió de nieblas el valle desde Pratomagno hasta el Apenino, e hizo tan denso aquel cielo, que el espeso aire se convirtió en agua; cayó la lluvia y el agua que la tierra no pudo absorber fue a parar a los barrancos, y uniéndose a la de los torrentes, se precipitó hacia el río real con tal rapidez, que nada podía contenerla. El Archiano furioso encontró mi cuerpo helado en su embocadura, lo arrastró hacia el Arno, y separó mis brazos que había puesto en cruz sobre el pecho cuando me venció el dolor. Después de haberme volteado por sus orillas y su fondo, me cubrió y rodeó con la arena que había hecho desprenderse de los campos.
— ¡Ah!, cuando vuelvas al mundo, y hayas descansado de tu largo viaje —continuó un tercer espíritu, luego que hubo acabado de hablar el segundo—, acuérdate de mí, que soy la Pía. Siena me hizo, y las Marismas me deshicieron; bien lo sabe aquel que, siendo ya viuda, me puso en el dedo su anillo enriquecido de piedras preciosas.