A la hora en que el calor del día, vencido por la tierra y por Saturno acaso, no puede ya templar el frío de la Luna; cuando los geománticos ven, antes del alba, elevarse en Oriente su mayor fortuna por aquel camino que para ella permanece poco tiempo oscuro, se me apareció en sueños una mujer tartamuda, bizca, con los pies torcidos, manca y de amarillento color. Yo la miraba; y así como el Sol reanima los miembros entorpecidos por el frío de la noche, de igual suerte mi mirada hacia expedita su lengua, y erguía su cuerpo en poco tiempo, colorándole el marchito rostro, como requiere el amor. Cuando tuvo la lengua suelta, empezó a cantar de tal modo, que con trabajo hubiera podido separar mi atención de ella. Yo soy, cantaba, yo soy dulce Sirena, que distraigo a los marineros en medio del mar; tanto es el placer que hago sentir. Con mi canto aparté a Ulises de su camino inseguro; y el que conmigo se aviene, rara vez se va; de tal modo le fascino. Aún no se había cerrado su boca, cuando apareció a mi lado una mujer santa, pronta a confundirla: ¡Oh Virgilio, Virgilio! ¿Quién es ésa?, decía con altivez; y él se acercaba con los ojos fijos solamente en aquella honesta mujer. Cogió a la otra, y desgarrando sus vestiduras, la descubrió por delante y me mostró su vientre. La pestilencia que de él salia me despertó. Volví los ojos y el buen Virgilio me dijo:
— Lo menos te he llamado tres veces: levántate y ven; busquemos la abertura por donde has de entrar.
Me levanté: todos los círculos del sagrado monte estaban ya inundados por la luz del día, y continuamos caminando teniendo el Sol a nuestra espalda. Mientras le seguía, llevaba yo la frente como aquel a quien abruman los pensamientos, que de sí mismo hace un arco de puente, cuando oí decir: Venid, por aquí se pasa. Estas palabras fueron pronunciadas con un tono suave y benigno, como no se oye en esta región mortal. Con las alas abiertas, que parecían de cisne, el que nos había hablado así nos dirigió hacia arriba por entre las dos laderas del áspero peñasco. Movió después sus plumas, y aventó mi frente, afirmando que son bienaventurados qui lugent, porque sus almas serán ricas de consuelo.
—¿Qué tienes, que sólo miras hacia el suelo? —me preguntó mi Guía, cuando estuvimos poco más arriba del Ángel.
Y yo le contesté:
— Me hace ir de este modo, suspenso y caviloso, una visión reciente, la cual me atrae hacia sí, de suerte que no puedo eximirme de pensar en ella.
— ¿Has visto —me dijo— la antigua hechicera, causante única del llanto que más arriba de donde estamos se vierte? ¿Has visto cómo el hombre puede desprenderse de ella? Bástete, pues, eso, y apresura el paso; vuelve tus ojos al reclamo de las magníficas esferas, que hace girar el Rey eterno.
Como el halcón, que, mirando primero a sus pies, acude al grito del cazador y tiende el vuelo, atraído por el deseo de la presa, lo mismo hice yo, recorriendo la hendidura de la roca destinada a dar paso a los que suben, sin detenerme hasta llegar al punto donde se camina en redondo. Cuando hube salido al quinto círculo, vi algunas almas, que lloraban tendidas en el suelo boca abajo; y las oí exclamar con tan fuertes suspiros, que apenas se entendían las palabras: Adhaesit pavimento anima mea.
— ¡Oh elegidos de Dios, cuyos padecimientos son suavizados por la resignación y la esperanza! Dirigidnos hacia las altas gradas.
— Si venís libres de yacer aquí con nosotros, y queréis encontrar más pronto la subida, caminad siempre llevando vuestra derecha hacia fuera del círculo.
Tal fue la súplica del Poeta, y tal la contestación que le dieron algo más adelante de nosotros; pudiendo yo conocer por el sonido de las palabras cuál era el que había hablado; volví entonces los ojos hacia mi Señor, quien con un gesto complaciente consintió en lo que pedía la expresión de mi deseo. Cuando pude obrar a mi gusto, me acerqué a aquella criatura, que había llamado mi atención con sus palabras, diciéndole:
— Espíritu, quien el llanto madura la expiación, sin la cual no se puede llegar hasta Dios, suspende un momento por mí tu mayor cuidado. Dime quién fuiste, y por qué tenéis todos la espalda vuelta hacia arriba, y si quieres que pida por ti alguna cosa en el mundo de donde salí vivo.
Me respondió:
— Sabrás por qué ordena el Cielo que tengamos la espalda vuelta hacia él, pero antes "scias quod ego fui successor Petri.". Entre Sesti y Chiavari se interna un hermoso río, de cuyo nombre toma origen el título de mi sangre. Un mes y poco más pude experimentar cuán pesado es el gran manto al que lo preserva del lodo; pues cualquier otra carga parece una pluma. Mi conversión, ¡ay de mí!, fue tardía, pero cuando fui elegido Pastor romano, conocí lo engañosa que es la vida. Vi que ni aun allí reposaba el corazón, no siendo posible subir a más altura en aquella vida mortal; así es que me inflamó el amor de la eterna. Hasta entonces fui una alma miserable, alejada de Dios, y completamente avara, por lo cual sufro el castigo que ves. Lo que hace la avaricia, se manifiesta aquí con la pena que sufren las almas echadas boca abajo; pena más amarga que ninguna otra. Así como nuestros ojos, fijos en las cosas terrenales, no miraron nunca hacia arriba, del mismo modo la justicia los sumerge aquí en el suelo. Así como la avaricia extinguió en nosotros el amor hacia todo verdadero bien, por lo cual fueron vanas nuestras obras, así también la justicia nos tiene aquí oprimidos, atados de pies y manos, e inmóviles y extendidos mientras plazca al justo Señor.
Yo me había arrodillado, y quise hablar, pero cuando empezaba, el espíritu advirtió, con sólo escuchar, este acto de reverencia, y me dijo:
— ¿Por qué te inclinas al suelo de ese modo?
Le contesté:
— Mi recta conciencia me obliga a respetar vuestra dignidad.
— Endereza tus piernas, y levántate, hermano —repuso—; no te engañes: como tú y los demás, soy servidor de la misma potestad. Si has podido comprender aquellas palabras evangélicas que dicen neque nubent, bien puedes ver por qué hablo así. Vete ya: no quiero que te detengas por más tiempo; que tu permanencia aquí da treguas a mi llanto, con el que acelero lo que tú has dicho antes. Tengo allá abajo una sobrina, que se llama Alagia, naturalmente buena, a no ser que nuestra casa la haya pervertido con su ejemplo. Ella sola me queda ya en el mundo.