miércoles, 28 de junio de 2017

Purgatorio: Canto XX

Al separarse del papa, los poetas rodean el quinto rellano del monte del purgatorio. Una sombra ensalza altos ejemplos contrarios a la avaricia. El doliente espíritu les revela que es Hugo, padre del primer Capeto, execra los vicios de sus descendientes. El mismo, explica la disciplina moral de los avaros y de los pródigos donde se loan de día las virtudes contrarias, y reprenden de noche sus vicios. Un temblor de tierra hace estremecer la montaña, sigue un grito, y un cántico. Emoción y curiosidad del poeta.


Mal resiste un deseo contra otro mejor; por esto, para complacer a aquel espíritu, retiré del agua, contra mi gusto, la esponja de la curiosidad no saturada. Púseme en marcha, y mi Guía se encaminó por los únicos parajes que había expeditos a lo largo de la escarpa del monte, andando como quien va por una muralla pegado a los merlones; porque aquellas almas que vierten gota a gota por sus ojos el mal que se apodera del mundo entero, se acercan demasiado de la otra parte hacia fuera. ¡Maldita seas, antigua loba, que con tu hambre profunda e insaciable haces más presas que todas las demás fieras! ¡Oh Cielo, en cuyas revoluciones ven algunos la causa de los cambios que sufren las cosas y las condiciones humanas!, ¿cuándo vendrá el que haga huir a esa loba?

Íbamos caminando con pasos lentos y contados, y yo ponía toda mi atención en las sombras, escuchándolas piadosamente llorar y lamentarse; cuando por ventura oí exclamar con dolorida voz, semejante a la de una mujer próxima a su alumbramiento: ¡Dulce María! y en seguida: Fuiste tan pobre como se puede ver por aquel establo donde depusiste tu santo fruto. A continuación oí: ¡Oh buen Fabricio!, preferiste ser pobre y virtuoso, antes que poseer grandes riquezas cayendo en el vicio. Estas palabras me eran tan agradables, que me adelanté para conocer el espíritu de quien al parecer procedían. Éste seguía hablando de los donativos que hizo Nicolás a las doncellas para conducir su juventud por la senda del honor.

— ¡Oh alma, que recuerdas tan benéficas acciones! Dime quién fuiste —le pregunté—, y por qué eres la única que reitera esas dignas alabanzas. Tus palabras no quedarán sin recompensa, si vuelvo al mundo para concluir el corto camino de aquella vida que vuela a su término.

— Te lo diré —me contestó—, no porque espere consuelo alguno que proceda de allá, sino porque brilla en ti tanta gracia antes de haber muerto. Yo fui raíz da la mala planta que arroja hoy sobre toda la tierra cristiana tan nociva sombra que apenas se coge en ella ningún fruto bueno. Pero si Douay, Gante, Lilla, y Brujas pudieran pronto tomarían venganza; y yo se la pido a Aquél que lo juzga todo. En el mundo me llamé Hugo Capeto: de mí descienden los Felipes y los Luises, que en estos últimos tiempos rigen la Francia. Hijo fui de un carnicero de París. Cuando faltaron los antiguos reyes, salvo uno que se revistió de paños grises, empuñé las riendas del gobierno del reino, y en mi nueva posición adquirí tal poder y tantos amigos, que la corona vacante fue colocada en la cabeza de mi hijo, en quien comienza la estirpe consagrada de los nuevos reyes. Mientras la gran adquisición de los Estados provenzales no quitó la vergüenza a mi familia, ésta valió poco, mas en cambio no hizo daño, pero allí dio principio a sus rapiñas, empleando la fuerza y la mentira; luego, para enmendarse, usurpó el Ponthieu, la Normandía y la Gascuña. Carlos fue a Italia, y para enmendarse, hizo una víctima de Conradino, y después envió al Cielo a Tomás, también para enmendarse. Veo un tiempo, no muy lejano, en que saldrá de Francia otro Carlos, para darse a conocer mejor a sí mismo y a los suyos. Sale de ella sin armas, y sólo con la lanza con que luchó Judas; y la maneja de modo que abre con ella y vacía el vientre de Florencia. En esta ocasión no adquirirá comarcas, sino pecados y oprobio, tanto más gravosos para él, cuanto más leve le parezca semejante daño. Veo al otro que ya salió, y cayó prisionero en un bajel, vender a su hija regateando el precio, como hacen los corsarios con sus esclavas. ¡Oh avaricia! ¿Qué más puedes hacer, cuando te has apoderado de mi estirpe, tanto que no se cuida de su propia carne? Y a fin de que parezca menor el mal futuro y el pasado, veo a la flor de Lis entrar en Alagna, y a Cristo prisionero en la persona de su vicario, véole otra vez entregado al ludibrio, veo renovar la hiel y vinagre, y le veo morir entre otros dos ladrones. Veo tan cruel al nuevo Pilatos, que no le basta eso, y sin dictar sentencia, lleva hasta el templo sus codiciosos deseos. ¡Oh Señor mio! ¿Cuándo tendré la dicha de contemplar la venganza que, oculta en tus arcanos, te hace agradable tu ira? En cuanto a lo que yo decía de la única Esposa del Espíritu Santo, lo cual hizo que te volvieses hacia mí para obtener alguna explicación, te diré que esto forma parte de nuestras oraciones durante el día; mas luego que anochece, recitamos en su lugar ejemplos contrarios. Entonces recordamos a Pigmalión, a quien su pasión por el oro hizo traidor, ladrón y parricida; y la miseria del avaro Midas, consecuencia de su petición desmesurada, que será siempre motivo de burla. Recuérdese también al insensato Acham, y cómo robó los despojos del enemigo, de suerte que aun aquí parece que le persiga la ira de Josué. Después acusamos a Safira y a su marido; alabamos los pies que pisotearon a Eliodoro, y por todo el monte circula infamado el nombre de Polinéstor, que mató a Polidoro. Por último, gritamos: ¡Oh Craso! Dinos, pues no lo ignoras, qué sabor tiene el oro. A veces hablamos unos en alta voz, otros en voz baja, según la afección que a ello nos estimula con más o menos fuerza. Por lo demás, no era yo sólo quien antes recordaba los buenos ejemplos de que nos ocupamos durante el día, pero no había cerca de aquí otro que levantara la voz.

Nos habíamos separado ya de aquel espíritu, y procurábamos avanzar por el camino cuanto nos era posible, cuando sentí retemblar el monte como si se hundiera; por lo cual me sobrecogió un frío, sólo comparable al que siente aquel que va a morir. No se estremeció en verdad tan fuertemente Delos, antes que Latona anidase en ella para dar a luz los dos ojos del Cielo. Después resonó por todos los ámbitos de la montaña tal grito, que el Maestro se acercó a mí diciendo:

— No vaciles, mientras yo te guíe.

Gloria in excelsis Deo, decían todos, según comprendí por las voces que salían de los puntos cercanos, desde donde era posible oírlas. Nos quedamos inmóviles y suspensos, como los pastores que por primera vez oyeron aquel canto, hasta que cesó el temblor, y acabó el himno. Emprendimos nuevamente nuestro santo camino, mirando las sombras que yacían por el suelo vueltas boca abajo y exhalando su acostumbrado llanto. Si la memoria no me es infiel, jamás la ignorancia de una cosa incitó con tanto empeño mi deseo de saber, como entonces, pensando en lo ocurrido; y como, por la premura de nuestra marcha, no me atreví a preguntar, ni por mí mismo podía comprender nada, caminaba tímido y pensativo.